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Juan
Rulfo
(México,
1918-1986)
El
día del derrumbe
—Esto
pasó en septiembre. No en el septiembre de este año sino en
el del año pasado. ¿O fue el antepasado, Melitón?
—No,
fue el pasado.
— Sí,
si yo me acordaba bien. Fue en septiembre del año pasado, por el día
veintiuno.
Óyeme,
Melitón,¿no fue el veintiuno de septiembre el mero día del
temblor?
—Fue
un poco antes. Tengo entendido que fue por el dieciocho.
—Tienes
razón. Yo por esos días andaba en Tuzcacuexco. Hasta vi cuando se
derrumbaban las casas como si estuviera m echas de melcocha; nomás
se retorcían así, haciendo muecas y se venían las paredes enteras
contra el suelo. Y la gente salía de los escombros toda aterrorizada
corriendo derecho a la iglesia dando de gritos. Pero espérense. Oye,
Melitón, se me hace como que en Tuzcacuexco no existe ninguna
iglesia. ¿Tú no te acuerdas?
—No
la hay. Allí no quedan más que unas paredes cuarteadas que dicen
fue la iglesia hace algo así como doscientos años; pero nadie se
acuerda de ella, ni de cómo era; aquello más bien parece un corral
abandonado plagado de higuerillas''.
—Dices
bien. Entonces no fue en Tuzcacuexco donde me agarró el temblor. Ha
de haber sido en El Pochote. ¿Pero El Pochote es un rancho, no?
—Sí,
pero tiene una capillita que allí le dicen la iglesia; está un poco
más allá de la hacienda de los Alcatraces.
—Entonces
fue allí ni más ni menos donde me agarró el temblor ese que les
digo y cuando la tierra se pandeaba todita como si por dentro la
estuvieran rebullendo. Bueno, unos pocos días después, porque me
acuerdo que todavía estábamos apuntalando paredes, llegó el
gobernador; venía a ver qué ayuda podía prestar con su presencia.
Todos ustedes saben que nomás con que se presente el gobernador, con
tal de que la gente lo mire, todo se queda arreglado. La cuestión
está en que al menos venga a ver lo que sucede, y no que se esté,
allá metido en su casa, nomás dando órdenes. En viniendo él, todo
se arregla, y la gente, aunque se le haya caído la casa encima,
queda muy contento con haberlo conocido. ¿O no es así Melitón?
—Eso
que ni qué.
—Bueno,
como les estaba diciendo, en septiembre del año pasado, un poquito
después de los temblores cayó por aquí el gobernador para ver como
nos había tratado el terremoto.
Traía
geólogo y gente conocedora, no crean ustedes que venía solo. Oye,
Melitón, ¿como cuánto dinero nos costó darles de comer a los
acompañantes del gobernador?
—Algo así como cuatro mil pesos.
—Algo así como cuatro mil pesos.
—Y
eso que nomás estuvieron un día y en cuanto se les hizo de noche se
fueron, si no,
quién
sabe hasta qué alturas hubiéramos salido desfalcados, aunque eso
sí, estuvimos muy contentos: la gente estaba que se le reventaba el
pescuezo de tanto estirarlo para poder ver al gobernador y haciendo
comentarios de cómo se había comido el guajolote y de que si había
chupado los huesos, y de cómo era de rápido para levantar una
tortilla tras otra rociándolas con salsa de guacamole; en todo se
fijaron. Y él tan tranquilo, tan serio, limpiándose las manos en
los calcetines para no ensuciar la servilleta, que sólo le sivió
para espolvorearse de vez en vez los bigotes. Y después cuando el
ponche de granadas se les subió a la cabeza, comenzaron a cantar
todos en coro. Oye, Melitón ¿cuál fue la canción esa que
estuvieron repite y repite como disco rayado?
—Fue
una que decía: “No sabes del alma las horas de luto.”
—Eres
bueno para eso de la memoria Melitón, no cabe duda. Sí fue ésa. Y
el gobernador nomás reía; pidió saber dónde estaba el cuarto de
baño. Luego se sentó nuevamente en su lugar, olió los claveles que
estaban sobre la mesa. Miraba a los que cantaban, y movía la cabeza,
llevando el compás, sonriendo. No cabe duda que se sentía feliz
porque su pueblo era feliz, hasta se le podía adivinar el
pensamiento. Y a la hora de los discursos se paró uno de sus
acompañantes, que tenía la cara alzada un poco borneada a la
izquierda. Y habló. Y no cabe duda de que se las traía. Hablo de
Juárez, que nosotros teníamos levantado en la plaza, y hasta
entonces supimos que era la estatua de Juárez, pues nunca nadie nos
había podido decir quién era el individuo que estaba encaramado en
el monumento aquel. Siempre creímos que podía ser Hidalgo o Morelos
Venustiano Carranza, porque en cada aniversario de cualquiera de
ellos, allí les hacíamos su función. Hasta que el catrincito aquel
nos vino a decir que se trataba de don Benito Juárez. ¡Y las cosas
que dijo! , ¿No es verdad, Melitón?
Tú
que tienes tan buena memoria te has de acordar bien de lo que recitó
aquel fulano.
—Me
acuerdo muy bien; pero ya lo he repetido tantas veces que hasta
resulta enfadoso.
—Bueno,
no es necesario. Sólo que estos señores se pierden de algo bueno.
Ya les dirás mejor lo que dijo el gobernador.
“La
cosa es que aquello, en lugar de ser una visita a los dolientes y a
los que habían perdido sus casas, se convirtió en una borrachera de
las buenas. Y ya no se diga cuando entró al pueblo la música de
Tepec, que llegó retrasada por eso de que todos los camiones se
habían ocupado en el acarreo de la gente del gobernador y los
músicos tuvieron que venirse a pie; pero llegaron. Entraron
sonándole duro al arpa y a la tambora, haciendo tatachum, chum,
chum, con los platillos, arreándole fuerte y con ganas al Zopilote
Mojado. Aquello estaba de haberse visto, hasta el gobernador se quitó
el saco y se desabrochó la corbata, y la cosa siguió de refilón.
Trajeron más damajuanas de ponche y se dieron prisa en tatemar más
carne de venado, porque aunque ustedes no lo quieran creer y ellos no
se dieran cuenta, estaban comiendo carne de venado, del que por aquí
abunda. Nosotros nos reíamos cuando decían que estaba muy buena la
barbacoa, ¿o no, Melitón?, cuando por aquí no sabemos ni lo que es
eso de barbacoa. Lo cierto es que apenas les servíamos un plato y ya
querían otro y ni modo, allí estábamos para servirlos; porque como
dijo Liborio, el administrador del Timbre, que entre paréntesis
siempre fue muy agarrado: ‘No importa que esta recepción nos
cueste lo que nos cueste que para algo ha de servir el dinero’, y
luego tú, Melitón, que por ese tiempo eras presidente municipal, y
que hasta te desconocí cuando dijiste: ‘Que se chorrié el ponche,
una visita de éstas no se desmerece.’ Y sí se chorrió el ponche,
ésa es la pura verdad; hasta los manteles estaban colorados. Y la
gente aquella que parecía no tener llenadero. Sólo me fijé que el
gobernador no se movía de su sitio; que no estiraba ni la mano, sino
que sólo se comía y bebía lo que le arrimaban; pero la bola de
lambiscones se desvivían por tenerle la mesa tan llena que hasta ya
no cabía ni el salero que él tenía en la mano y que cuando lo
desocupaba se lo metía en la bolsa de la camisa. Hasta yo fui a
decirle: ‘¿No gusta sal mi general?’, y él me enseñó riendo
el salero que tenía en la bolsa de la camisa, por eso me di cuenta.
“Lo
grande estuvo cuando él comenzó a hablar. Se nos enchinó; el
pellejo a todos de la pura emoción. Se fue enderezando, despacio,
muy despacio, hasta que lo vimos echar la silla hacia atrás con el
pie; poner sus manos en la mesa; agachar la cabeza como si fuera a
agarrar vuelo y luego su tos, que nos puso a todos en silencio. ¿Qué
fue lo que dijo, Melitón?
“—Conciudadanos
—dijo—. Rememorando mi trayectoria, vivificando el único
proceder de mis promesas. Ante esta tierra que visité como anónimo
compañero de un candidato a la Presidencia, cooperador omnímodo de
un hombre representativo, cuya honradez no ha estado nunca desligada
del contexto de sus manifestaciones políticas y que sí, en cambio,
es firme glosa de principios democráticos en el supremo vínculo de
unión con el pueblo, aunando a la austeridad de que ha dado muestras
la síntesis evidente de idealismo revolucionario nunca hasta ahora
pleno de realizaciones y de certidumbre.”
— Allí
hubo aplausos, ¿o no, Melitón?
—Si
muchos aplausos. Después siguió:
“—Mi
trazo es el mismo; conciudadanos. Fui parco en promesas como
candidato, optando por prometer lo que únicamente podía cumplir y
que al cristalizar, tradujérase en beneficio colectivo y no en
subjuntivo, ni participio de una familia genérica de ciudadanos. Hoy
estamos aquí presentes, en este caso paradojal de la naturaleza, no
previsto dentro de mi programa de gobierno...”
“—¡Exacto,
mi general! —gritó uno de por allá—. ¡Exacto! Usted lo ha
dicho.”
“...—En
este caso, digo, cuando la naturaleza nos ha castigado, nuestra
presencia receptiva en el centro del epicentro telúrico que ha
devastado hogares que podían haber sido los nuestros, que son los
nuestros; concurrimos en el auxilio, no con el deseo neroniano de
gozarnos en la desgracia ajena, más aún, inminentemente dispuestos
a utilizar muníficamente nuestro esfuerzo en la reconstrucción de
los hogares destruidos hermanalmente dispuestos en los consuelos de
los hogares menoscabados por la muerte.
Este
lugar que yo visité hace años, lejano entoces a toda ambición de
poder, antaño feliz, hogaño enlutecido, me duele. Sí,
conciudadanos, me laceran las heridas de los vivos por sus bienes
perdidos y la clamante dolencia de los seres por sus muertos
insepultos bajo estos escombros que estamos presenciado.”
—Allí
también hubo aplausos, ¿verdad, Melitón?
—No,
allí volvió a oírse el gritón de antes: “¡Exacto, señor
gobernador! Usted lo ha dicho.” Y luego otro de más acá que dijo:
“¡Callen a ese borracho!”
—Ah,
sí. Y hasta pareció que iba a haber un tumulto en la mera cola de
la mesa, pero todos se apaciguaron cuando el gobernador habló de
nuevo.
“—Tuzcacuenses,
vuelvo a insistir: me duele vuestra desgracia, pues a pesar de lo que
decía Bernal, el gran Bernal Díaz del Castillo: ‘Los hombres que
murieron había sido contratados para la muerte’, yo, en los
considerandos de mi concepto ontológico y humano, digo: ¡Me duele!,
con el dolor que produce ver derruido el árbol en su primera
inflorescencia. Os ayudaremos con nuestro poder. Las fuerzas vivas
del Estado desde su faldisterio claman por socorrer a los
damnificados de esta hecatombe nunca predecida ni deseada. Mi
regencia no terminará sin haberos cumplido. Por otra parte, no creo
que la voluntad de Dios haya sido la de causaros detrimento, la de
desaposentaros...”
—Y
allí terminó. Lo que dijo después no me lo aprendí porque la
bulla que se soltó en las mesas de atrás creció y se volvió
retedifícil conseguir lo que él siguió diciendo.
—Es
muy cierto, Melitón. Aquello estuvo de haberse visto. Con eso les
digo todo. Y es que el mismo sujeto de la comitiva se puso a gritar
otra vez: “¡Exacto! ¡Exacto!”, con un chillidos que se oían
hasta la calle. Y cuando lo quisieron callar saco la la pistola y
comenzó a darle de chacamotas por encima de su cabeza mientras la
descargaba contra el techo. Y la gente que estaba allí de mirona
echó a correr a la hora de los balazos. Y tumbó las mesas en la
caída que llevaba y se oyó el rompedero de platos y de vidrios y
los botellazos que le tiraban al fulano de la pistola para que se
calmara, y que nomás se estrellaba en la pared. Y el otro, que tuvo
todavía tiempo de meter otro cargador al arma y lo descargaba de
nueva cuenta mientras se ladeaba de aquí para alla escabulléndole
el bulto a las botellas voladoras que le aventaban de todas partes.
“Hubieran
visto al gobernador allí de pie muy serio, con la cara fruncida,
mirando hacia donde estaba el tumulto como queriendo calmarlo con su
mirada.
“Quién
sabe quién fue a decirle a los músicos que tocaran algo, lo cierto
es que se soltaron tocando el Himno Nacional con todas sus fuerzas,
hasta que casi se le reventaba el cachete al del trombon de lo recio
que pitaba; pero aquello siguió igual. Y luego resultó que allá
afuera, en la calle, se había prendido también el pleito. Le
vinieron a avisar al gobernador que por allá unos se estaban dando
de machetazos; y fijándose bien, era cierto, porque hasta acá se
oían voces de mujeres que decían: ¡Apártenlos que se van a matar!
Y al rato otro grito que decía: ¡Ya mataron a mi marido!
¡Agárrenlo!
“Y
el gobernador ni se movía, seguía de pie. Oye, Melitón, cómo es
esa palabra que se dice...”
—Impávido.
—Eso es, impávido. Bueno, con el argüende de afuera la cosa aquí dentro pareció calmarse. El borrachito del “exacto” estaba dormido; le habían atinado un botellazo y se había quedado todo despatarrado tirado en el suelo. El gobernador se arrimó entonces al fulano aquel y le quitó la pistola que tenía todavía agarrada en una de sus manos agarrotadas por el desmayo. Se la dio a otro y le dijo: “Encárgate de él y toma nota de que queda desautorizado a portar armas.” Y el otro contestó: “Sí, mi general.”
—Impávido.
—Eso es, impávido. Bueno, con el argüende de afuera la cosa aquí dentro pareció calmarse. El borrachito del “exacto” estaba dormido; le habían atinado un botellazo y se había quedado todo despatarrado tirado en el suelo. El gobernador se arrimó entonces al fulano aquel y le quitó la pistola que tenía todavía agarrada en una de sus manos agarrotadas por el desmayo. Se la dio a otro y le dijo: “Encárgate de él y toma nota de que queda desautorizado a portar armas.” Y el otro contestó: “Sí, mi general.”
“La
música, no sé por qué, siguió toque y toque el Himno Nacional,
hasta que el catrincito que había hablado en un principio, alzó los
brazos y pidió silencio por las víctimas. Oye, Melitón, ¿por
cuáles víctimas pidió él que todos nos asilenciáramos?”
—Por las del efipoco.
—Por las del efipoco.
—Bueno,
pues por ésas. Después todos se sentaron, enderezaron otra vez las
mesas y siguieron bebiendo ponche y cantando la canción esa de las
“horas de luto”.
“Ora
me estoy acordando que sí fue por el veintiuno de septiembre el
borlote ; porque mi mujer tuvo ese día a nuestro hijo Merencio, y yo
llegué ya muy noche a mi casa, más bien borracho que buenisano. Y
ella no me habló en muchas semanas arguyendo que la había dejado
sola con su compromiso. Ya cuando se contentó me dijo—que yo no
había sido bueno ni para llamar a la comadrona y que tuvo que salir
del paso a como Dios le dio a entender.”
(El
Llano en llamas, 1953)
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José
María Arguedas
(Perú
1911 -1969)
El
barranco
En
el barranco de K'ello-k'ello se encontraron, la tropa de caballos de
don Garayar y los becerros de la señora Grimalda. Nicacha y Pablucha
gritaron desde la entrada del barranco:
-¡Sujetaychis!
¡Sujetaychis! (¡Sujetad!)
Pero
la piara atropelló. En el camino que cruza el barranco, se
revolvieron los becerros, llorando.
-¡Sujetaychis!
Los
mak'tillos Nicacha y Pablucha subieron, camino arriba, arañando la
tierra.
Las
mulas se animaron en el camino, sacudiendo sus cabezas; resoplando
las narices, entraron a carrera en la quebrada, las madrineras
atropellaron por delante. Atorándose con el polvo, los becerritos se
arrimaron al cerro, algunos pudieron volverse y corrieron entre la
piara. La mula nazqueña de don Garayar levantó sus dos patas y
clavó sus cascos en la frente del "Pringo". El "Pringo"
cayó al barranco, rebotó varias veces entre los peñascos y llegó
hasta el fondo del abismo. Boqueando sangre murió a la orilla del
riachuelo.
La
piara siguió, quebrada adentro, levantando polvo.
-¡Antes,
uno nomás ha muerto! ¡Hubiera gritado, pues, más fuerte!
-Hablando, el mulero de don Garayar se agachó en el canto del camino
para mirar el barranco.
-¡Ay
señorcito! ¡La señora nos latigueará; seguro nos colgará en el
trojal!
-¡Pringuchallaya!
¡Pringucha!
Mirando
el barranco, los mak'tillos llamaron a gritos al becerrito muerto.
La
Ene, madre del "Pringo", era la vaca más lechera de la
señora Grimalda. Un balde lleno le ordeñaban todos los días. La
llamaba Ene, porque sobre el lomo negro tenía dibujada una letra N,
en piel blanca. La Ene era alta y robusta, ya había dado a la
patrona varios novillos grandes y varias lecheras. La patrona la
miraba todos los días, contenta:
-¡Es
mi vaca! ¡Mi mamacha! (¡Mi madrecital).
Le
hacían cariño, palmeándole en el cuello.
Esta
vez, su cría era el "Pringo". La vaquera lo bautizó con
ese nombre desde el primer día. "El Pringo", porque era
blanco entero. El Mayordomo quería llamarlo "Misti",
porque era el más fino y el más grande de todas las crías de su
edad.
-Parece
extranjero -decía.
Pero
todos los concertados de la señora, los becerreros y la gente del
pueblo lo llamaron "Pringo". Es un nombre más cariñoso,
más de indios, por eso quedó.
Los
becerreros entraron llorando a la casa de la señora. Doña Grimalda
salió al corredor para saber. Entonces los becerreros subieron las
gradas, atropellándose; se arrodillaron en el suelo del corredor; y
sin decir nada todavía, besaron el traje de la patrona; se taparon
la cara con la falda de su dueña, y gimieron, atorándose con su
saliva y con sus lágrimas.
-¡Mamitay!
-¡No
pues! ¡Mamitay!
Doña
Grimalda gritó, empujando con los pies a los muchachos.
-¡Caray!
¿Qué pasa?
-"Pringo"
pues, mamitay. En K'ello-k'ello, empujando mulas de don Garayar
-¡"Pringo"
pues! ¡Muriendo ya, mamitay!
Ganándose,
ganándose, los becerreros abrazaron los pies de doña Grimalda, uno
más que otro; querían besar los pies de la patrona.
-¡Ay
Dios mío! ¡Mi becerritol ¡Santusa, Federico, Antonio...!
Bajó
las gradas y llamó a sus concertados desde el patio.
-¡Corran
a K'ello-k'ello! ¡Se ha desbarrancado el "Pringo"! ¿Qué
hacen esos, amontonados allí? ¡Vayan, por delante!
Los
becerreros saltaron las gradas y pasaron al zaguán, arrastrando sus
ponchos. Toda la gente de la señora salió tras de ellos.
Trajeron
cargado al "Pringo". Lo tendieron sobre un poncho, en el
corredor. Doña Grimalda, lloró, largo rato, de cuclillas junto al
becerrito muerto. Pero la vaquera y los mak'tillos, lloraron todo el
día, hasta que entró el sol.
-¡Mi
papacito! ¡Pringuchallaya!
-¡Ay
niñito, súmak'wawacha! (¡Criatura hermosa!).
-¡Súmak'
wawacha!
Mientras
el Mayordomo le abría el cuerpo con su cuchillo grande; mientras le
sacaba el cuerito; mientras hundía sus puños en la carne, para
separar el cuero, la vaquera y los mak'tillos, seguían llamando:
-¡Niñucha!
¡Por qué pues!
-¡Por
qué pues, súmak'wawacha!
Al
día siguiente, temprano, la Ene bajaría el cerro bramando en el
camino. Guiando a las lecheras vendría como siempre. Llamaría
primero desde el zaguán. A esa hora, ya goteaba leche de sus pezones
hinchados
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Jorge
Luis Borges
(Argentina
1899 – Suiza 1986)
El
sur
El
hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes
Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus
nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en
la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo
materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de
línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por
indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann
(tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese
antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el
daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la
dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del
Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese
criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas
privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia
en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria
era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada
que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo
retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea
abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba
esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días
de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego
a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas
distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar
descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese
hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las
escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago,
un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio
grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja
de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se
olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró
dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el
sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las
ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar
pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa
le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una
especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba
en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el
médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a
un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle
una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó,
pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin,
dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo
desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una
camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron
y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó
con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los
días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas
había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo
no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días,
Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades
corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió
con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el
cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una
septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las
miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le
habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día,
el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto,
podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día
prometido llegó.
A
la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos;
Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un
coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del
otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo
natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad,
a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja
que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las
plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un
principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus
ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas
diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas
las cosas regresaban a él.
Nadie
ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía
repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa
calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche
buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el
llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.
En
el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos.
Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos
metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba
acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí
estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó
lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la
clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel
contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal,
porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico
animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A
lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió
los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija;
cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna
vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este
libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación
de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y
secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A
los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión
y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la
lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra
imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo
niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho
de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros
superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El
almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en
los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y
agradecido.
Mañana
me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo
fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la
geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y
sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar,
esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio
jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio
largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas
eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer
árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo
conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento
nostálgico y literario.
Alguna
vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco
sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede
al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era
distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la
llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la
móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban
la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era
vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto.
En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La
soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que
viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo
distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren
no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco
anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una
explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír,
porque el mecanismo de los hechos no le importaba).
El
tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado
de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén
con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que
tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas
diez, doce, cuadras.
Dahlmann
aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido
el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa
llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse
que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio,
aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El
almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían
mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre
arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja
edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos
caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego
comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los
empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría
atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar
ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En
una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que
Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el
mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy
viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a
una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era
oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una
eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho
de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo,
rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte
o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el
Sur.
Dahlmann
se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el
campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes
de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada;
Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba
el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco
soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes;
los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de
chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo
puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto
al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del
mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la
había tirado.
Los
de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió
que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches,
como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos
minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no
estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un
convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea
confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le
acercó y lo exhortó con voz alarmada:
-Señor
Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann
no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que
estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación.
Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi
a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los
vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los
peones y les preguntó qué andaban buscando.
El
compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de
Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos.
Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad
y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un
largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a
Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann
estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde
un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una
cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que
vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que
Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y
sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo
comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no
serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran.
Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero
su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia
arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el
sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
-Vamos saliendo- dijo el otro.
-Vamos saliendo- dijo el otro.
Salieron,
y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió,
al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo
abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una
felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le
clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido
elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o
soñado.
Dahlmann
empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale
a la llanura.
......................................................................
Julio
Cortazar
(Bélgica
1914 - Francia 1984)
Continuidad
de los parques
Había
empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios
urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se
dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los
personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado
y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al
libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de
los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la
puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de
intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el
terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria
retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los
protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba
del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que
lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente
en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al
alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire
del atardecer bajo los robles.
Palabra
a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes,
dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían
color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña
del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el
amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama.
Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él
rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias
de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y
senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo
latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las
páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba
decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo
del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban
abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir.
Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A
partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente
atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que
una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin mirarse
ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en
la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al
norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla
correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los
árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del
crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían
ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no
estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la
sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer:
primero una sala azul, después una galería, una escalera
alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación,
nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la
mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de
terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una
novela.
de
"Final de juego", Julio Cortázar 1956. © 1996 Alfaguara
.........
Queremos
tanto a Glenda
En
aquel entonces era difícil saberlo. Uno va al cine o al teatro y
vive su noche sin pensar en los que ya han cumplido la misma
ceremonia, eligiendo el lugar y la hora, vistiéndose y telefoneando
y fila once o cinco, la sombra y la música, la tierra de nadie y de
todos allí donde todos son nadie, el hombre o la mujer en su butaca,
acaso una palabra para excusarse por llegar tarde, un comentario a
media voz que alguien recoge o ignora, casi siempre el silencio, las
miradas vertiéndose en la escena o la pantalla, huyendo de lo
contiguo, de lo de este lado. Realmente era difícil saber, por
encima de la publicidad, de las colas interminables, de los carteles
y las críticas, que éramos tantos los que queríamos a
Glenda.
Llevó tres o cuatro años y sería aventurado afirmar que el núcleo se formó a partir de Irazusta o de Diana Rivero, ellos mismos ignoraban cómo en algún momento, en las copas con los amigos después del cine, se dijeron o se callaron cosas que bruscamente habrían de crear la alianza, lo que después todos llamamos el núcleo y los más jóvenes el club. De club no tenía nada, simplemente queríamos a Glenda Garson y eso bastaba para recortarnos de los que solamente la admiraban. Al igual que ellos también nosotros admirábamos a Glenda y además a Anouk, a Marilina, a Annie, a Silvana y por qué no a Marcello, a Yves, a Vittorio y a Dirk, pero solamente nosotros queríamos tanto a Glenda, y el núcleo se definió por eso y desde eso, era algo que sólo nosotros sabíamos y confiábamos a aquellos que a lo largo de las charlas habían ido mostrando poco a poco que también querían a Glenda.
A partir de Diana o Irazusta el núcleo se fue dilatando lentamente: el año de El fuego de la nieve debíamos ser apenas seis o siete, cuando estrenaron El uso de la elegancia el núcleo se amplió y sentimos que crecía casi insoportablemente y que estábamos amenazados de imitación snob o de sentimentalismo estacional. Los primeros, Irazusta y Diana y dos o tres más, decidimos cerrar filas, no admitir sin pruebas, sin el examen disimulado por los whiskys y los alardes de erudición (tan de Buenos Aires, tan de Londres y de México esos exámenes de medianoche). A la hora del estreno de Los frágiles retornos nos fue preciso admitir, melancólicamente triunfantes, que éramos muchos los que queríamos a Glenda. Los reencuentros en los cines, las miradas a la salida, ese aire como perdido de las mujeres y el dolido silencio de los hombres nos mostraban mejor que una insignia o un santo y seña. Mecánicas no investigables nos llevaron a un mismo café del centro, las mesas aisladas empezaron a acercarse, hubo la grácil costumbre de pedir el mismo cóctel para dejar de lado toda escaramuza inútil y mirarnos por fin en los ojos, allí donde todavía alentaba la última imagen de Glenda en la última escena de la última película.
Llevó tres o cuatro años y sería aventurado afirmar que el núcleo se formó a partir de Irazusta o de Diana Rivero, ellos mismos ignoraban cómo en algún momento, en las copas con los amigos después del cine, se dijeron o se callaron cosas que bruscamente habrían de crear la alianza, lo que después todos llamamos el núcleo y los más jóvenes el club. De club no tenía nada, simplemente queríamos a Glenda Garson y eso bastaba para recortarnos de los que solamente la admiraban. Al igual que ellos también nosotros admirábamos a Glenda y además a Anouk, a Marilina, a Annie, a Silvana y por qué no a Marcello, a Yves, a Vittorio y a Dirk, pero solamente nosotros queríamos tanto a Glenda, y el núcleo se definió por eso y desde eso, era algo que sólo nosotros sabíamos y confiábamos a aquellos que a lo largo de las charlas habían ido mostrando poco a poco que también querían a Glenda.
A partir de Diana o Irazusta el núcleo se fue dilatando lentamente: el año de El fuego de la nieve debíamos ser apenas seis o siete, cuando estrenaron El uso de la elegancia el núcleo se amplió y sentimos que crecía casi insoportablemente y que estábamos amenazados de imitación snob o de sentimentalismo estacional. Los primeros, Irazusta y Diana y dos o tres más, decidimos cerrar filas, no admitir sin pruebas, sin el examen disimulado por los whiskys y los alardes de erudición (tan de Buenos Aires, tan de Londres y de México esos exámenes de medianoche). A la hora del estreno de Los frágiles retornos nos fue preciso admitir, melancólicamente triunfantes, que éramos muchos los que queríamos a Glenda. Los reencuentros en los cines, las miradas a la salida, ese aire como perdido de las mujeres y el dolido silencio de los hombres nos mostraban mejor que una insignia o un santo y seña. Mecánicas no investigables nos llevaron a un mismo café del centro, las mesas aisladas empezaron a acercarse, hubo la grácil costumbre de pedir el mismo cóctel para dejar de lado toda escaramuza inútil y mirarnos por fin en los ojos, allí donde todavía alentaba la última imagen de Glenda en la última escena de la última película.
Veinte,
acaso treinta, nunca supimos cuántos llegamos a ser porque a veces
Glenda duraba meses en una sala o estaba al mismo tiempo en dos o
cuatro, y hubo además ese momento excepcional en que apareció en
escena para representar a la joven asesina de Los delirantes y su
éxito rompió los diques y creó entusiasmos momentáneos que jamás
aceptamos. Ya para entonces nos conocíamos, muchos nos visitábamos
para hablar de Glenda. Desde un principio Irazusta parecía ejercer
un mandato tácito que nunca había reclamado, y Diana Rivero jugaba
su lento ajedrez de confirmaciones y rechazos que nos aseguraba una
autenticidad total sin riesgos de infiltrados o de tilingos. Lo que
había empezado como asociación libre alcanzaba ahora una estructura
de clan, y a las livianas interrogaciones del principio se sucedían
las preguntas concretas, la secuencia del tropezón en El uso de la
elegancia, la réplica final de El fuego de la nieve, la segunda
escena erótica de Los frágiles retornos. Queríamos tanto a Glenda
que no podíamos tolerar a los advenedizos, a las tumultuosas
lesbianas, a los eruditos de la estética. Incluso (nunca sabremos
cómo) se dio por sentado que iríamos al café los viernes cuando en
el centro pasaran una película de Glenda, y que en los reestrenos en
cines de barrio dejaríamos correr una semana antes de reunirnos,
para darles a todos el tiempo necesario; como en un reglamento
riguroso, las obligaciones se definían sin equívoco, no acatarlas
hubiera sido provocar la sonrisa despectiva de Irazusta o esa mirada
amablemente horrible con que Diana Rivero denunciaba la traición y
el castigo. En ese entonces las reuniones eran solamente Glenda, su
deslumbrante ubicuidad en cada uno de nosotros, y no sabíamos de
discrepancias o reparos. Sólo poco a poco, al principio con un
sentimiento de culpa, algunos se atrevieron a deslizar críticas
parciales, el desconcierto o la decepción frente a una secuencia
menos feliz, las caídas en lo convencional o lo previsible. Sabíamos
que Glenda no era responsable de los desfallecimientos que
enturbiaban por momentos la espléndida cristalería de El látigo o
el final de Nunca se sabe por qué. Conocíamos otros trabajos de sus
directores, el origen de las tramas y los guiones; con ellos éramos
implacables porque empezábamos a sentir que nuestro cariño por
Glenda iba más allá del mero territorio artístico y que sólo ella
se salvaba de lo que imperfectamente hacían los demás. Diana fue la
primera en hablar de misión, lo hizo con su manera tangencial de no
afirmar lo que de veras contaba pata ella, y le vimos una alegría de
whisky doble, de sonrisa saciada, cuando admitimos llanamente que era
cierto, que no podíamos quedarnos solamente en eso, el cine y el
café y quererla tanto a Glenda.
Tampoco
entonces se dijeron palabras claras, no nos eran necesarias. Sólo
contaba la felicidad de Glenda en cada uno de nosotros, y esa
felicidad sólo podía venir de la perfección. De golpe los errores,
las carencias se nos volvieron insoportables; no podíamos aceptar
que Nunca se sabe por qué terminara así, o que El fuego de la nieve
incluyera la infame secuencia de la partida de póker (en la que
Glenda no actuaba pero que de alguna manera la manchaba como un
vómito, ese gesto de Nancy Phillips y la llegada inadmisible del
hijo arrepentido). Como casi siempre, a Irazusta le tocó definir por
lo claro la misión que nos esperaba, y esa noche volvimos a nuestras
casas como aplastados por la responsabilidad que acabábamos de
reconocer y asumir, y a la vez entreviendo la felicidad de un futuro
sin tacha, dé Glenda sin torpezas ni traiciones.
Instintivamente
el núcleo cerró filas, la tarea no admitía una pluralidad borrosa.
Irazusta habló del laboratorio cuando ya estaba instalado en una
quinta de Recife de Lobos. Dividimos ecuánimemente las tareas entre
los que deberían procurarse la totalidad de las copias de Los
frágiles retornos, elegida por su relativamente escasa imperfección.
A nadie se le hubiera ocurrido plantearse problemas de dinero,
Irazusta había sido socio de Howard Hughes en el negocio de minas de
estaño de Pichincha, un mecanismo extremadamente simple nos ponía
en las manos el poder necesario, los jets y las alianzas y las
coimas. Ni siquiera tuvimos una oficina, la computadora de Hagar Loss
programó las tareas y las etapas. Dos meses después de la frase de
Diana Rivero el laboratorio estuvo en condiciones de sustituir en Los
frágiles retornos la secuencia ineficaz de los pájaros por otra que
devolvía a Glenda el ritmo perfecto y el exacto sentido de su acción
dramática. La película tenía ya algunos años y su reposición en
los circuitos internacionales no provocó la menor sorpresa: la
memoria juega con sus depositarios y les hace aceptar sus propias
permutaciones y variantes, quizá la misma Glenda no hubiera
percibido el cambio y sí, porque eso lo percibimos todos, la
maravilla de una perfecta coincidencia con un recuerdo lavado de
escorias, exactamente idéntico al deseo.
La
misión se cumplía sin sosiego, apenas asegurada la eficacia del
laboratorio completamos el rescate de El fuego de la nieve y El
prisma; las otras películas entraron en proceso con el ritmo
exactamente previsto por el personal de Hagar Loss y del laboratorio.
Tuvimos problemas con El uso de la elegancia, porque gente de los
emiratos petroleros guardaba copias para su goce personal y fueron
necesarias maniobras y concursos excepcionales para robarlas (no
tenemos por qué usar otra palabra) y sustituirlas sin que los
usuarios lo advirtieran. El laboratorio trabajaba en un nivel de
perfección que en un comienzo nos había parecido inalcanzable
aunque no nos atreviéramos a decírselo a Irazusta; curiosamente la
más dubitativa había sido Diana, pero cuando Irazusta nos mostró
Nunca se sabe por qué y vimos el verdadero final, vimos a Glenda que
en lugar de volver a la casa de Romano enfilaba su auto hacia el
farallón y nos destrozaba con su espléndida, necesaria caída en el
torrente, supimos que la perfección podía ser de este mundo y que
ahora era de Glenda para siempre, de Glenda para nosotros para
siempre.
Lo
más difícil estaba desde luego en decidir los cambios, los cortes,
las modificaciones de montaje y de ritmo; nuestras distintas maneras
de sentir a Glenda provocaban duros enfrentamientos que sólo se
aplacaban después de largos análisis y en algunos casos por
imposición de una mayoría en el núcleo. Pero aunque algunos,
derrotados, asistiéramos a la nueva versión con la amargura de que
no se adecuara del todo a nuestros sueños, creo que a nadie le
decepcionó el trabajo realizado; queríamos tanto a Glenda que los
resultados eran siempre justificables, muchas veces más allá de lo
previsto. Incluso hubo pocas alarmas: la carta de un lector del
infaltable Times asombrándose de que tres secuencias de El fuego de
la nieve se dieran en un orden que creía recordar diferente, y
también un artículo del crítico de La Opinión que protestaba por
un supuesto corte en El prisma, imaginándose razones de mojigatería
burocrática. En todos los casos se tomaron rápidas disposiciones
para evitar posibles secuelas; no costó mucho, la gente es frívola
y olvida o acepta o está a la caza de lo nuevo, el mundo del cine es
fugitivo como la actualidad histórica, salvo para los que queremos
tanto a Glenda.
Más
peligrosas en el fondo eran las polémicas en el núcleo, el riesgo
de un cisma o de una diáspora. Aunque nos sentíamos más que nunca
unidos por la misión, hubo alguna noche en que se alzaron voces
analíticas contagiadas de filosofía política, que en pleno trabajo
se planteaban problemas morales, se preguntaban si no estaríamos
entregándonos a una galería de espejos onanistas, a esculpir
insensatamente una locura barroca en un colmillo de marfil o en un
grano de arroz. No era fácil darles la espalda porque el núcleo
sólo había podido cumplir la obra como un corazón o un avión
cumplen la suya, ritmando una coherencia perfecta. No era fácil
escuchar una crítica que nos acusaba de escapismo, que sospechaba un
derroche de fuerzas desviadas de una realidad más apremiante, más
necesitada de concurso en los tiempos que vivíamos. Y sin embargo no
fue necesario aplastar secamente una herejía apenas esbozada,
incluso sus protagonistas se limitaban a un reparo parcial, ellos y
nosotros queríamos tanto a Glenda que por encima y más allá de las
discrepancias éticas o históricas imperaba el sentimiento que
siempre nos uniría, la certidumbre de que el perfeccionamiento de
Glenda nos perfeccionaba y perfeccionaba el mundo. Tuvimos incluso la
espléndida recompensa de que uno de los filósofos restableciera el
equilibrio después de superar ese periodo de escrúpulos inanes; de
su boca escuchamos que toda obra parcial es también historia, que
algo tan inmenso como la invención de la imprenta había nacido del
más individual y parcelado de los deseos, el de repetir y perpetuar
un nombre de mujer.
Llegamos
así al día en que tuvimos las pruebas de que la imagen de Glenda se
proyectaba ahora sin la más leve flaqueza; las pantallas del mundo
la vertían tal como ella misma -estábamos seguros- hubiera querido
ser vertida, y quizá por eso no nos asombró demasiado enterarnos
por la prensa de que acababa de anunciar su retiro del cine y del
teatro. La involuntaria, maravillosa contribución de Glenda a
nuestra obra no podía ser coincidencia ni milagro, simplemente algo
en ella había acatado sin saberlo nuestro anónimo cariño, del
fondo de su ser venía la única respuesta que podía darnos, el acto
de amor que nos abarcaba en una entrega última, ésa que los
profanos sólo entenderían como ausencia.
Vivimos
la felicidad del séptimo día, del descanso después de la creación;
ahora podíamos ver cada obra de Glenda sin la agazapada amenaza de
un mañana nuevamente plagado de errores y torpezas; ahora nos
reuníamos con una liviandad de ángeles o de pájaros, en un
presente absoluto que acaso se parecía a la eternidad.
Sí,
pero un poeta había dicho bajo los mismos cielos de Glenda que la
eternidad está enamorada de las obras del tiempo, y le tocó a Diana
saberlo y darnos a noticia un año más tarde. Usual y humano: Glenda
anunciaba su retorno a la pantalla, las razones de siempre, la
frustración del profesional con las manos vacías, un personaje a la
medida, un rodaje inminente. Nadie olvidaría esa noche en el café,
justamente después de haber visto El uso de la elegancia que volvía
a las salas del centro. Casi no fue necesario que Irazusta dijera lo
que todos vivíamos como una amarga saliva de injusticia y rebeldía.
Queríamos tanto a Glenda que nuestro desánimo no la alcanzaba; qué
culpa tenía ella de ser actriz y de ser Glenda; el horror estaba en
la máquina rota, en la realidad de cifras y prestigios y Oscars
entrando como una fisura solapada en la esfera de nuestro cielo tan
duramente ganado. Cuando Diana apoyó la mano en el brazo de Irazusta
y dijo: "Sí, es lo único que queda por hacer", hablaba
por todos sin necesidad de consultamos. Nunca el núcleo tuvo una
fuerza tan terrible, nunca necesitó menos palabras para ponerla en
marcha. Nos separamos deshechos, viviendo ya lo que habría de
ocurrir en una fecha que sólo uno de nosotros conocería por
adelantado. Estábamos seguros de no volver a encontrarnos en el
café, de que cada uno escondería desde ahora la solitaria
perfección de nuestro reino. Sabíamos que Irazusta iba a hacer lo
necesario, nada más simple para alguien como él. Ni siquiera nos
despedimos como de costumbre, con la liviana seguridad de volver a
encontrarnos después del cine, alguna noche de Los frágiles
retornos o de El látigo. Fue más bien un darse la espalda,
pretextar que era tarde, que había que irse; salimos separados, cada
uno llevándose su deseo de olvidar hasta que todo estuviera
consumado, y sabiendo que no sería así, que aún nos faltaría
abrir alguna mañana el diario y leer la noticia, las estúpidas
frases de la consternación profesional. Nunca hablaríamos de eso
con nadie, nos evitaríamos cortésmente en las salas y en la calle;
sería la única manera de que el núcleo conservara su fidelidad,
que guardara en el silencio la obra cumplida. Queríamos tanto a
Glenda que le ofreceríamos una última perfección inviolable. En la
altura intangible donde la habíamos exaltado, la preservaríamos de
la caída, sus fieles podrían seguir adorándola sin mengua; no se
baja vivo de una cruz.
De
Queremos tanto a Glenda
Cortázar, Julio; Cuentos completos 2, Buenos Aires, Alfaguara, 1996
::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::
Juan
Carlos Onetti
(Uruguay
1909 – España 1984)
El
cerdito
La
señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el
reumatismo del dormitorio a la sala. Otras habitaciones no había;
pero sí una ventana que daba a un pequeño jardín parduzco. Miró
el reloj que le colgaba del pecho y pensó que faltaba más de una
hora para que llegaran los niños. No eran suyos. A veces dos, a
veces tres que llegaban desde las casas en ruinas, más allá de la
placita, atravesando el puente de madera sobre la zanja seca ahora,
enfurecida de agua en los temporales de invierno.
Aunque los niños empezaran a ir a la escuela, siempre lograban escapar de sus casas o de sus aulas a la hora de pereza y calma de la siesta. Todos, los dos o tres; eran sucios, hambrientos y físicamente muy distintos. Pero la anciana siempre lograba reconocer en ellos algún rasgo del nieto perdido; a veces a Juan le correspondían los ojos o la franqueza de ojos y sonrisa; otras; ella los descubría en Emilio o Guido. Pero no trascurría ninguna tarde sin haber reproducido algún gesto, algún ademán de nieto.
Pasó
sin prisa a la cocina para preparar los tres tazones de café con
leche y los panques que envolvían dulce de membrillo.
Aquella
tarde los chicos no hicieron sonar la campanilla de la verja sino que
golpearon con los nudillos el cristal de la puerta de entrada, la
anciana demoró en oírlos pero los golpes continuaron insistentes y
sin aumentar su fuerza. Por fin, por que había pasado a la sala para
acomodar la mesa, la anciana percibió el ruido y divisó las tres
siluetas que habían trepados los escalones.
Sentados
alrededor de la mesa, con los carrillos hinchados por la dulzura de
la golosina, los niños repitieron las habituales tonterías, se
acusaron entre ellos de fracasos y traiciones. La anciana no los
comprendía pero los miraba comer con una sonrisa inmóvil; para
aquella tarde, después de observar mucho para no equivocarse,
decidió que Emilio le estaba recordando el nieto mucho más que los
otros dos. Sobre todo con el movimientos de las manos.
Mientras
lavaba la loza en la cocina oyó el coro de risas, las apagadas voces
del secreteo y luego el silencio. Alguno caminó furtivo y ella no
pudo oír el ruido sordo del hierro en la cabeza. Ya no oyó nada
más, bamboleó el cuerpo y luego quedó quieta en el suelo de su
cocina.
Revolvieron
en todos los muebles del dormitorio, buscaron debajo del colchón. Se
repartieron billetes y monedas y Juan le propuso a Emilio:
-Dale
otro golpe. Por si las dudas.
Caminaron
despacio bajo el sol y al llegar al tablón de la zanja cada uno
regresó separado, al barrio miserable. Cada uno a su choza y Guido,
cuando estuvo en la suya, vacía como siempre en la tarde, levantó
ropas, chatarra y desperdicios del cajón que tenía junto al catre y
extrajo la alcancía blanca y manchada para guardar su dinero; una
alcancía de yeso en forma de cerdito con una ranura en el lomo.
;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;
Juan
José Arreola
(Mexico
1918-2001)
EL
GUARDAGUJAS
El
forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija,
que nadie quiso
cargar,
le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo,
y con la mano en
visera
miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y
pensativo consultó su
reloj:
la hora justa en que el tren debía partir.
Alguien,
salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al
volverse, el
forastero
se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba
en la mano una
linterna
roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al
viajero, que le
preguntó
con ansiedad:
—Usted
perdone, ¿ha salido ya el tren?
—¿Lleva
usted poco tiempo en este país?
—Necesito
salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.
—Se
ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora
mismo es
buscar
alojamiento en la fonda para viajeros —y señaló un extraño
edificio ceniciento que
más
bien parecía un presidio.
—Pero
yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.
—Alquile
usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que
pueda
conseguirlo,
contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor
atención.
—¿Está
usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.
—Francamente,
debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos
informes.
—Por
favor...
—Este
país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora
no ha sido
posible
organizados debidamente, pero se han hecho ya grandes cosas en lo que
se refiere a
la
publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías
ferroviarias abarcan y
enlazan
todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para
las aldeas más
pequeñas
y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones
contenidas
en
las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los
habitantes del país así lo
esperan;
mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su
patriotismo les impide
cualquier
manifestación de desagrado.
—Pero
¿hay un tren que pasa por esta ciudad?
—Afirmarlo
equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse
cuenta,
los
rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones
están sencillamente
indicados
en el suelo, mediante dos rayas de gis. Dadas las condiciones
actuales, ningún
tren
tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso
pueda suceder. Yo he
visto
pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que
(ludieron abordarlos. Si
usted
espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle
a subir a un
hermoso
y confortable vagón.
—¿Me
llevará ese tren a T.?
—¿Y
por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería
darse
por
satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará
efectivamente algún
rumbo.
¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?
—Es
que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser
conducido a
ese
lugar, ¿no es así?
—Cualquiera
diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted
hablar
con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes
cantidades de
boletos.
Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos
los puntos del
país.
Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna...
—Yo
creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted...
—El
próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido
con el dinero
de
una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de
ida y vuelta para
un
trayecto ferroviario cuyos planos, que incluyen extensos túneles y
puentes, ni siquiera
han
sido aprobados por los ingenieros de la empresa.
—Pero
el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?
—Y
no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y
los viajeros
pueden
utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se
trata de un
servicio
formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie
espera ser
conducido
al sitio que desea.
—¿Cómo
es eso?
—En
su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a
ciertas medidas
desesperadas.
Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes
expedicionarios
emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los
viajeros sufre
algunas
transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en
tales casos, pero
la
empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón
capilla ardiente y un
vagón
cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el
cadáver de un
viajero
—lujosamente embalsamado— en los andenes de la estación que
prescribe su
boleto.
En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta
uno de los rieles.
Todo
un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes
que dan las
ruedas
sobre los durmientes. Los viajeros de primera —es otra de las
previsiones de la
empresa—
se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los
golpes con
resignación.
Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles; allí los viajeros
sufren por
igual,
hasta que el tren queda totalmente destruido.
—¡Santo
Dios!
—Mire
usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El
tren fue a
dar
en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se
gastaron hasta los ejes.
Los
viajeros pasaron tanto tiempo juntos, que de las obligadas
conversaciones triviales
surgieron
amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron
pronto en
idilios,
y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños
traviesos que juegan
con
los vestigios enmohecidos del tren.
—¡Dios
mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!
—Necesita
usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en
héroe.
No
crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y
sus capacidades
de
sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron
una de las páginas
más
gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de
prueba, el
maquinista
advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la
línea. En la ruta
faltaba
el puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en
vez de poner
marcha
hacia atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo
necesario para
seguir
adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza
por pieza y
conducido
en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la
sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de
la hazaña fue tan satisfactorio que la
empresa
renunció definitivamente a la construcción del puente,
conformándose con hacer
un
atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a
afrontar esa molestia
suplementaria.
—¡Pero
yo debo llegar a T. mañana mismo!
—¡Muy
bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted
un
hombre
de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer
tren que pase.
Trate
de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al
llegar un
convoy,
los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la
fonda en tumulto
para
invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes
con su increíble
falta
de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican
a aplastarse
unos
a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren
se va dejándolos
amotinados
en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos,
maldicen su
falta
de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de
golpes.
—¿Y
la policía no interviene?
—Se
ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero
la
imprevisible
llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente
costoso. Además,
los
miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad,
dedicándose a proteger
la
salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de
esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el
establecimiento de un tipo especial de escuelas,
donde
los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un
entrenamiento adecuado.
Allí
se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté
en movimiento y a
gran
velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para
evitar que los
demás
pasajeros les rompan las costillas.
—Pero
una vez en el tren, ¿está uno a cubierto de nuevas contingencias?
—Relativamente.
Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría
darse
el caso de que usted creyera haber llegado a T., y sólo fuese una
ilusión. Para regular
la
vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve
obligada a echar mano
de
ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido
construidas en
plena
selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta
poner un poco de
atención
para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y
las personas que
figuran
en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente
los estragos de la
intemperie,
pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el
rostro las
señales
de un cansancio infinito.
—Por
fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.
—Pero
carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe
excluirse
la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La
organización
de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de
un viaje
sin
escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta
de lo que pasa.
Compran
un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen
que el
conductor
anuncia: "Hemos llegado a T." Sin tomar precaución alguna,
los viajeros
descienden
y se hallan efectivamente en T.
—¿Podría
yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?
—Claro
que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo.
Inténtelo de
todas
maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T.
No trate a ninguno
de
los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y
hasta denunciarlo a las
autoridades.
—¿Qué
está usted diciendo?
—En
virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de
espías. Estos
espías,
voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu
constructivo de
la
empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar.
Pero ellos se dan
cuenta
en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por
sencilla que sea. Del
comentario
más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a
cometer la
menor
imprudencia, sería aprehendido sin mas; pasaría el resto de su vida
en un vagón
cárcel
o le obligarían a descender en una falsa estación, perdida en la
selva. Viaje usted
lleno
de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los
pies en el
andén
antes de que vea en T. alguna cara conocida.
—Pero
yo no conozco en T. a ninguna persona.
—En
ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro,
muchas
tentaciones
en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a
caer en la trampa
de
un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos
dispositivos que crean toda
clase
de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil
para caer en ellas.
Ciertos
aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y
los
movimientos,
que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido
semanas
enteras,
mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de
los cristales.
—¿Y
eso qué objeto tiene?
—Todo
esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la
ansiedad de
los
viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado.
Se aspira a que un
día
se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente,
y que ya no les importe saber a dónde van ni de dónde vienen.
—Y
usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?
—Yo,
señor, sólo soy guardagujas. A decir verdad, soy un guardagujas
jubilado, y
sólo
aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No
he viajado
nunca,
ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé
que los trenes
han
creado muchas poblaciones además de la aldea de F. cuyo origen le he
referido. Ocurre
a
veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas.
Invitan a los pasajeros a
que
desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que
admiren las bellezas de
un
determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas
célebres: "Quince
minutos
para que admiren ustedes la gruta tal o cual", dice amablemente
el conductor. Una
vez
que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo
vapor.
—¿Y
los viajeros?
—Vagan
desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban
por
congregarse
y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en
lugares
adecuados,
muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes.
Allí se
abandonan
lotes selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes.
¿No le
gustaría
a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido,
en compañía de
una
muchachita?
El
viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero,
lleno de bondad
y
de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El
guardagujas dio un brinco, y se
puso
a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.
—¿Es
el tren? —preguntó el forastero.
El
anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a
cierta
distancia,
se volvió para gritar:
—¡Tiene
usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice
usted que se llama?
—¡X!
—contestó el viajero.
En
ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el
punto rojo de la
linterna
siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudentemente, al
encuentro del tren.
Al
fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso
advenimiento.
De.
Confabulario (1963)
................................................................................
Guillermo
Meneses
(Venezuela
1911-1978)
La
mano junto al muro
La
noche porteña se desgarró en relámpagos, en fogonazos. Voces de
miedo y de pasión
alzaron
su llama hacia las estrellas. Un chillido (¡«naciste hoy!») tembló
en el aire caliente
mientras
la mano de la mujer se sostuvo sobre el muro. Ascendía el escándalo
sobre el cielo
del
trópico cuando el hombre dijo (o pensó): «Hay aquí un camino de
historias enrollado
sobre
sí mismo como una serpiente que se muerde la cola. Falta saber si
fueron tres los
marineros.
Tal vez soy yo el que parecía un verde lagarto; pero ¿cómo hay dos
gorras en el
espejo
del cuarto de Bull Shit?... La vida de ella podría pescarse en ese
espejo... O su
muerte...».
La
mano de la mujer se apoyaba en la vieja pared; su mano de uñas
pintadas descansaba
sobre
la piedra carcomida: una mano pequeña, ancha, vulgar, en contacto
con el frío muro
robusto,
enorme, viejo de siglos, fabricado en épocas antiguas para que
resistiese el roce del
tiempo
y, sin embargo, ya destrozado, roto en su vejez. Por mirar el muro,
el hombre pensó
(o
dijo): «Hay en esta pared un camino de historias que se enrolla
sobre sí mismo, como la
serpiente
que se muerde la cola».
El
hombre hablaba muchas cosas. Antes -cuando entraron en el cuarto,
cuando encontró
en
el espejo los blancos redondeles que eran las gorras de los
marineros- murmuró: «En ese
espejo
se podía pescar tu vida. O tu muerte».
Hablaba
mucho el hombre. Decía su palabra ante el espejo, ante la pared,
ante el maduro
cielo
nocturno, como si alguien pudiese entenderlo. (Acaso el único que lo
entendió en el
momento
oportuno fue el pequeño individuo del sombrerito ladeado, el que
intervino en la
historia
de los marineros, el que podía ser considerado -a un tiempo mismo-
como detective
o
como marinero).
Cuando
miraba la pared, el hombre hizo serias explicaciones. Dijo: «Trajeron
estas
piedras
hasta aquí desde el mar; las apretaron en argamasa duradera; ahora,
los elementos
minerales
que forman el muro van regresando en lento desmoronamiento hacia sus
formas
primitivas: un camino de historias que se enrolla sobre sí mismo y
hace círculo
como
una serpiente que se muerde la cola». Hablaba mucho el hombre. Dijo:
«Hay en esa
pared
enfermedad de lo que pierde cohesión: lepra de los ladrillos, de la
cal, de la arena.
Reciedumbre
corroída por la angustia de lo que va siendo».
La
mano de la mujer se apoyaba sobre el muro. Sus dedos, extendidos
sobre las
rugosidades
de la piedra, sintieron la fría dureza de la pared. Las uñas
tamborilearon en
movimiento
que decía «aquí, aquí». O, tal vez, «adiós, adiós, adiós».
El
hombre respondió (con palabras o con pensamientos): «La piedra y tu
mano forman
el
equilibrio entre lo deleznable y lo duradero, entre la apresurada
fuga de los instantes y el
lento
desaparecer de lo que pretende resistir el paso del tiempo».
El
hombre dijo: «Una mano es, apenas, más firme que una flor; apenas
menos efímera
que
los pétalos; semejante también a una mariposa. Si una mariposa
detuviera su aletear en
un
segundo de descanso sobre la rugosa pared, sus patas podrían moverse
en gesto
semejante
al de tu mano, diciendo «aquí, aquí», o, acaso, «adiós, adiós,
adiós».
El
hombre dijo: «Lo que podría separar una cosa de otra en el mundo
del tiempo sería,
apenas
una delgada lámina de humana intención, matiz que el hombre
inventa; porque, al
fin,
lo que ha de morir es todo uno y sólo se diferencia de lo eterno».
Eso
dijo el hombre. Y añadió: «Entre tu mano y esa piedra está sujeta
la historia del
barrio:
el camino de historias enrollado sobre sí mismo como una serpiente
que se muerde
la
cola. Aquí está la lenta decadencia del muro y de la vida que el
muro limitaba. Tu mano
dice
qué sucede cuando un castillo frente al mar cambia su destino y se
hace casa de
mercaderes;
cuando, entre las paredes de una fortaleza defensiva, se confunde el
metal de
las
armas con el de las monedas».
Rio
el hombre: «¿Sabés qué sucede?... Se cae, simplemente, en el
comercio porteño por
excelencia:
se llega al tráfico de los coitos». Cerró su risa y concluyó
severo: «Pero tú nada
tienes
que ver con esto; porque cuando tú llegaste, ya estaba hecha la
serie de las
transmutaciones.
El castillo defensivo ya había pasado por casa de mercaderes y era
ya
lupanar».
Cierto.
Cuando ella llegó, el comercio de los labios, de las sonrisas, de
los
vientres,
de las caderas, de las vaginas, tenía ya sentido tradicional. Se
nombraba al barrio
como
el centro comercial de los coitos en el puerto. Cuando ella llegó ya
esto era -entre las
gruesas
paredes de lo que fue fortaleza- el inmenso panal formado por mínimas
celdas
fabricadas
para la actividad sexual y el tiempo estaba también dividido en
partículas de
activos
minutos. (-Tú ahora. Ya. Adiós. Tú ahora. Ya. Adiós. Tú ahora.
Ya. Adiós) y las
monedas
tenían sentido de reloj. Como las espaldas, cuyo sitio habían
tomado dentro de los
muros
del antiguo castillo, podían cortar la vida, el deseo, el amor. (Se
dice a eso amor, ¿no
es
cierto?).
Pero
cuando ella llegó ya existía esto. No tenía por qué conocer el
camino de historias
que,
al decir del hombre, se podía leer en la pared. No tenía por qué
saber cómo se había
formado
el muro con orgullosa intención defensiva de castillo frente al mar,
para terminar
en
centro comercial del coito luego de haber sido casa de mercaderes.
Cuando ella llegó ya
existían
los calabozos del panal, limitados por tabiques de cartón.
Inició
su lucha a rastras, decidida y aprovechadora, segura de ir recogiendo
las migajas
que
abandona alguien, ansiosa de monedas. Con las uñas -esas mismas uñas
gruesas y
mordisqueadas
que descansaban ahora sobre la rugosa pared- arrancaba monedas:
monedas
que
valían un pedazo de tiempo y se guardaban como quien guarda la vida.
Angustiosamente
aprovechadora, ella. El gesto de morderse las uñas, sólo angustia:
nada
más
que la inquieta carcoma, la lluvia menuda de angustia, dentro de su
vida.
Ahora,
su mano se apoyaba sobre el muro. Una mano chata, gruesa, con los
groseros
pétalos
roídos de las uñas sobre la piedra antigua, hecha de historias
desmoronadas, piedra
en
regreso a su rota insignificancia, por haber perdido la intención de
castillo en mediocre
empresa
de mercaderes.
Ella
nada sabía. Durante muchos años vivió dentro de aquel monstruo que
fue fortaleza,
almacén,
prostíbulo. Ella nada sabía. El barrio estaba clavado en su peso
sobre las aristas
del
cerro, absurdamente amodorrado bajo el sol. Oscuro, pesado, herido
por el tiempo. Bajo
el
sol, bajo el aliento brillante del mar, un monstruo el barrio. Un
monstruo viejo y
arrugado,
con duras arrugas que eran costras, residuos, sucio, oscura miel
producida por el
agua
y la luz, por las mil lenguas de fuego del aire en roce continuo
sobre aquel camino de
historias
que se enrolla en sí mismo -igual que una serpiente- y dice cómo el
castillo sobre
el
mar se convirtió en barrio de coitos y cómo la mano de una mujer
angustiada
puede
caer sobre el muro (lo mismo que una flor o una mariposa) y decir en
su movimiento
«aquí,
aquí», o «adiós, adiós, adiós».
Ella
nada sabía. Cuando llegó ya existía el presente y lo anterior sólo
podía estar en las
palabras
de un hombre que mirase la pared y decidiese hablar. Ya existía
esto. Y ella estuvo
en
esto. Los hombres jadeaban un poco; echaban dentro de ella su
inmundicia. (O su amor).
Ella
tomaba las monedas: la medida del tiempo. Encerraba en la gaveta de
su mesa de
noche
un pedazo de vida. O de amor. (Porque a eso se llama amor). Dormía.
Despertaba
sucia
de todos los sucios del mundo, impregnada de sucia miel como el
barrio monstruo
bajo
el viento del mar. Su cabeza sonaba dolorosamente y ella podía
escuchar dentro de sí
misma
el torpe deslizarse de una frase tenaz. «Te quiero más que a mi
vida». (¿Cuándo?
¿quién?).
Uno. Ella piensa que tenía bigotes, que hablaba español como
extranjero, que era
moreno.
«Te quiero más que a mi vida». ¿Quién podría distinguir en los
recuerdos? Un
hombre
era risa, deseo, gesto, brillo del diente y de la saliva, arabesco
del pelo sobre la
frente.
Luego era una sombra entre muchas. Una sombra en el oscuro túnel
cruzado por
fogonazos
que era la existencia. Una sombra en la negra trampa cruzada por
fogonazos, por
estallidos
relampagueantes, por cohetes y estrellas de encendido color, por las
luces del
cabaret,
por una frase encontrada de improviso: «Te quiero más que a mi
vida».
Pero
todo era brillo inútil, como la historia enrollada sobre sí misma y
ella nada sabía de
la
piedra ni de las historias ni de las luces que rompían la sombra del
túnel.
Sólo
cuando habló con aquel hombre, cuando lo escuchó hablar la noche
del encuentro
con
los tres marineros (si es que fueron tres los marineros) supo algo de
aquello. Ella estaba
pegada
a su túnel como los moluscos que viven pegados a las rocas de la
costa. Ella estaba
en
el túnel, recibiendo lo que llegaba hasta su calabozo: un envión,
una ola sucia de
espuma,
una palabra, un estallido fulgurante de luces o de estrellas.
Dentro
del túnel, moviéndose entre las sombras de la existencia, fabricó
muchas veces la
pantomima
sin palabras de la moza que invita al marinero: la sonrisa sobre el
hombro, la
falda
alzada lentamente hasta el muslo y mirar cómo se forma el roce entre
los dedos del
marino.
Así
llegó aquel a quien llamaban Dutch. El que ancló en el túnel para
mucho tiempo.
Dutch.
Amarrado al túnel por las borracheras. La llamaba Bull Shit.
Seguramente
aquello
era una grosería en el idioma de Dutch. (¿Qué importa?). Cuando él
decía Bull Shit
en
un grupo de rubios marinos extranjeros, todos reían. (¿Qué
importa?). Ella metía su risa
en
la risa de todos. (¿Qué importa, pues?, ¿qué importa?). Bien
podía Dutch querer burlarse
de
ella. Nada importaba porque él también estaba hundido en el túnel,
amarrado a las
entrañas
del monstruo que dormía junto al mar. Él cambiaba de oficio; fue
marino, chofer,
oficinista.
(O era que todos -choferes, oficinistas o marinos- la llamaban Bull
Shit y ella
llamaba
a todos Dutch). Y si él cambiaba de oficio, ella cambiaba de casa
dentro del barrio.
Todo
era igual. Alrededor de todos, junto a todos, sobre todos -llamáranse
Dutch, Bull Shit
o
Juan de Dios- estaba el barrio, el monstruo rezumante de zumos
sombríos bajo la luz,
bajo
el viento, bajo el brillo del sol y del mar.
Daba
igual que Dutch fuera oficinista o chofer. Daba igual que Bull Shit
viviese en uno
u
otro calabozo. Sólo que, desde algunos cuartos, podía mirarse el
mundo azul -alto, lejano-
del
agua y del aire. En esos cuartos los hombres suspiraban; muchos
querían quedarse
como
Dutch; decían: «¡qué bello es esto!».
La
noche del encuentro con los tres marinos (si es que fueron tres los
marineros)
apareció
el que decía discursos. Era un hombre raro. (Aunque en verdad, ella
afirmaría que
todos
son raros). Le habló con cariño. Como amigo. Como novio, podría
decirse. Llegó a
declarar,
con mucha seriedad, que deseaba casarse con ella: «Contraer nupcias,
legalizar el
amor,
contratar matrimonio». Ella rio igual que cuando Dutch le decía
Bull Shit. Él
persistió;
dijo: «Te llevaría a mi casa; te presentaría a mis amigos.
Entrarías al salón, muy
lujosa,
muy digna; las señoras te saludarían alargando sus manos enjoyadas;
algunos de los
hombres
insinuarían una reverencia; nadie sabría que tú estás borracha de
ron barato y de
miseria;
pretenderían sorprender en ti cierta forma rara de elegancia;
pretenderían que eres
distinguida
y extraña; tú te reirías de todos como ríes ahora; de repente,
soltarías una
redonda
palabra obscena. ¿Sería maravilloso?».
La
miró despacio, como si observase un cuadro antiguo. La mujer apoyaba
sobre el
muro
su gruesa mano chata de mordisqueadas uñas. Él continuó: «Te
llevaría a la casa de
un
amigo que colecciona vitrales, porcelanas, pinturas, estatuillas,
lindos objetos antiguos,
de
la época en la que estas piedras fueron unidas con argamasa duradera
para formar
la
pared del castillo frente al mar. Él te examinaría como si
observase un cuadro antiguo;
diría,
probablemente, que pareces una virgen flamenca. Y es cierto, ¿sabes?
Son casi
iguales
la castidad y la prostitución. Tú eres, en cierto modo, una virgen:
una virgen nacida
entre
las manos de un fraile atormentado por teóricas visiones de ascética
lubricidad. ¡Una
virgen
flamenca! Si yo te llevara a la casa de ese amigo, él diría que
eres igual a una virgen
flamenca,
pero... Pero nada de eso es posible, porque el amigo que colecciona
antigüedades
soy
yo y hemos peleado hace unos días por una mujer que vive aquí
contigo... y que eres
tú».
Un
hombre raro. Todos raros. Uno se sintió enamorado. («Te quiero más
que a mi
vida»).
Uno la odió: aquél a quien ella no recordaba la mañana siguiente.
(«¿Tú?, ¿tú
estuviste
conmigo anoche?» «¿No recuerdas?», dijo él). Había temblor de
rabia en su
pregunta;
como si estuviese esperando un cambio de monedas y mirase sus manos
vacías.
Los
hombres son raros. Una mujer no puede conocer a un hombre. Y menos,
cuando el
hombre
se ha desnudado y se ha puesto a hacer coito sobre ella: cuando se ha
puesto a
jadear,
a chillar, a gritar sus pensamientos. Algunos gritan «¡madre!».
Otros recuerdan
nombres
de mujeres a las que -dicen ellos- quieren mucho. Como si desearan
que la madre
o
las otras mujeres estuviesen presentes en su coito. Jadean, gritan,
chillan, quieren que ella
-la
que soporta su peso- los acompañe en sus angustias y se desnude en
su desnudez. Luego sonríen cariñosos: «¿No recuerdas?».
Todos
raros. Ella nunca recuerda nada. Está metida en la sombra del túnel,
en las
entrañas
del monstruo, como un molusco pegado a la roca donde, de vez en
cuando, llega la
resaca:
la sucia resaca del mar, el fogonazo de una palabra, el centelleo de
las luces del
cabaret
o de las estrellas. Ella está aquí, unida al monstruo sin
recuerdos. Lejos, el mar.
Puede
mirarlo en el tembloroso espejo de su cuarto donde, ahora, están dos
gorras de
marineros.
(Pero ¿es que no eran tres los marineros?). Hasta parece hermoso el
mar a veces.
Cargado
de sol y viento. Aunque aquí dentro poco se sepa de ello. Gotas de
sucia miel lo
han
carcomido todo; han intervenido en la historia del muro sobre el cual
tamborilean los
dedos
de la mujer («aquí, aquí» o «adiós, adiós, adiós»); han
hecho la historia de los
elementos
minerales que regresan hacia sus formas primitivas, después de haber
perdido su
destino
de fortaleza frente al mar, han escrito la historia que se enrolla
sobre sí misma y
forma
círculo como la serpiente que se muerde la cola.
Ella
nunca recuerda nada. Nada sabe. Aquí llegó. Había un perro en sus
juegos de niña.
Juntos,
el perro y ella ladraban su hambre por las noches, cuando llegaban en
las bocanadas
del
aire caliente las músicas y las risas y las maldiciones. Ella, desde
niña, en aquello
oscuro,
decidida a arrancar las monedas. Ella, en la entraña del monstruo:
en la oscura
entraña,
oscura aunque fuera hubiese viento de sol y de sal. Ella, mojada por
sucias resacas,
junto
al perro. Como, después, junto a los otros grandes perros que
ladraban sobre ella su
angustia
y los nombres de sus sueños. De todos modos, podía asomarse alguna
vez a la
ventana
o al espejo y mirar el mar o las gorras de los marineros. (Dos
gorras; tal vez tres los
marineros).
Porque
casi es posible afirmar que fueron tres los marineros: el que parecía
un verde
lagarto,
el del ladeado sombrerito, el del cigarrillo azulenco. Si es que un
marinero puede
dejar
olvidada su gorra en el barco y comprarse un sombrero en los
almacenes del puerto,
fueron
tres los marineros; si no, hay que pensar en otras teorías. Lo
cierto es que fue el otro
quien
tenía entre los dedos el cigarrillo. (O el puñal).
Ella
miraba todo, como desde el fondo del espejo del cielo. Acaso como
desde el fondo
del
espejo de su cuarto, tembloroso como el aletear de una mariposa, como
el golpetear de
sus
dedos sobre la rugosa pared. Si le hubieran preguntado qué pasaba,
hubiera callado o,
en
el mejor de los casos, hubiera respondido con cualquier frase
recogida en el lenguaje de
las
borracheras y de los encuentros de burdel. Hubiera dicho: «¡madre!»
o «te quiero más
que
a mi vida» o, simplemente, «me llamaba Bull Shit». Quien la
escuchase reiría pero, si
intentaba
comprender, enseriaría el semblante, ya que aquellas expresiones
podían
significar
algo muy grave en el odio de los hambrientos animales que viven en la
entraña
del
monstruo, en el habla de las gentes que ponen su mano sobre el muro
de lo que fue
castillo
y mueven sus dedos para tamborilear «aquí, aquí», o «adiós,
adiós, adiós».
Lo
que le sucedió la noche del encuentro con los tres marineros
(digamos que fueron
tres
los marineros) la conmovió, la hundió en las luces de un espejo
relumbrante. Verdad es
que
ella siempre tuvo un espejo en su cuarto: un espejo tembloroso de
vida como una
mariposa,
movido por la vibración de las sirenas de los barcos o por los pasos
de alguien
que
se acercaba a la cama. En aquel espejo se reflejaban, a veces, el mar
o el cielo o la
lámpara
cubierta con papeles de colores -como un globo de carnaval- o los
zapatos del que
se
bahía echado a dormir su cansancio en el camastro revuelto. Se movía
el espejo,
tembloroso
de vida como la angustiada mano de una mujer que tamborilea sobre el
muro,
porque
colgaba de una larga cuerda enredada a un clavo que, a su vez, estaba
hundido en la
madera
del pilar que sostenía el techo. Así, el espejo temblaba por los
movimientos del
cuarto,
por el paso del aire, por todo.
Desde
mucho tiempo antes, la mujer vivía allí, en aquel cuarto donde los
hombres
suspiraban
al amanecer: «¡Qué bello es esto!» y contaban cuentos de la madre
y de otras
mujeres
a las que -decían ellos- habían querido mucho. Cuando el hombre que
decía
discursos
estaba allí, también estaban los marineros; al menos, el espejo
recogía la imagen
de
dos gorras de marineros, tiradas entre las sábanas, junto al pequeño
fonógrafo. (Dos
gorras
de marineros). La mujer que apoyaba la mano sobre el muro podía
mirar los círculos
blancos
de las gorras en el espejo de su cuarto. Dos círculos: dos gorras.
(Lo que podría
hacer
pensar que fueron dos los marineros, aunque también es posible que
otro marino
desembarcase
sin gorra y se comprase un sombrero en los almacenes del puerto). En
el
espejo
había dos gorras y por ello, acaso, el que hablaba tantas cosas
extraordinarias dijo:
«En
ese espejo se podría pescar tu vida».
A
través del espejo se podría llegar, al menos, hasta el encuentro
con los dos marineros.
(Digamos
que fueron dos; que no había uno más del que se dijera que dejó su
gorra en el
barco
y compró un sombrero en los almacenes del puerto). A través del
espejo se puede
hacer
camino hasta el encuentro con los dos marineros, igual que en la
piedra donde se
apoya
el tamborileo de los dedos de la mujer puede leerse la historia de lo
que cambió su
destino
de castillo por empresas de comercio y de lupanar.
Ella
estaba en el cabaret cuando los marineros se le acercaron. Uno era
moreno, pálido
el
otro. Había en ellos (¿junto a ellos?) una sombra verde y, a veces,
uno de los dos (o,
acaso,
otra persona) parecía un muñeco de fuego. Una mano de dulzura
sombría -morena,
con
el dorso azulenco- le ofreció el cigarrillo, el blanco cigarrillo
encendido en su brasa:
«¿Quieres?».
Ella miró la candela cercana a sus labios, la sintió, caliente,
junto a su sonrisa.
(La
brasa del cigarrillo o la boca del marinero). Ya desde antes (una
hora; tal vez la vida
entera)
había caído entre neblinas. El humo del cigarrillo una nube más,
una nube que
atravesó
la mano entre cuyos dedos venía el tubito blanco. Ella lo tomó.
Puede recordar su
propia
mano, con la ancha sortija semejante a un aro de novia. Junto a la
sortija
estaban
la brasa del cigarrillo y la boca del hombre: la saliva en la
sonrisa; al lado del que
sonreía,
el otro la silueta rojiza y, también, el que parecía un verde
lagarto. No tenía gorra
sino
sombrerito de fieltro ladeado. (Casi cierto que eran tres, aunque
luego se dijera que
fueron
dos los marineros y esa tercera persona un detective, lo que
resultaba posible, ya que
los
detectives, como lo sabe todo el mundo, usan sombrero ladeado, con el
ala sobre los
ojos).
La
cosa comenzó en el cabaret. Ella -la mujer de la mano sobre el muro-
vivía en el piso
alto.
Sobre el salón de baile estaba el cuarto del tembloroso espejo donde
se podía mirar el
mar
o las gorras de los marineros o la vida de la mujer. Treinta mujeres
arriba, en treinta
calabozos
del gran panal; pero sólo desde el cuarto de ella podía mirarse el
lejano azul,
como
también sólo ella tenía el lujo del fonógrafo, a pesar de lo cual
era nada más que una
de
las treinta mujeres que vivían en los treinta cuartuchos de piso
alto, lo mismo que, en el
cabaret,
era una más entre las muchas que bebían cerveza, anís o ron. Una
más, aunque sólo
ella
tenía su ancha sortija, semejante a un aro de novia.
De
pronto, las luces del cabaret comenzaron a moverse: caminos azules,
puntos
amarillos,
ruedas azules y la sonrisa de los marineros, la saliva y el humo del
cigarrillo
entre
los labios. Ella sorbió las azules nubes también; pero ya antes
había comenzado la
danza
de las luces en el cabaret. Caminos rojos, verdes, ruedas amarillas,
puntos de fuego
que
repetían la brasa del cigarrillo. Ella reía. Podía oír su propia
risa caída de su boca. Las
luces
daban vueltas, la risa también se desgranaba como las cuentas de un
collar encendido
y
junto con las luces y la risa, se movían las gentes muy despacio,
entre círculos de sombra
y
de misterio. Los hombres -cada uno- con la sonrisa clavada entre los
labios: la silueta
rojiza
igual que el que semejaba un verde lagarto y el del sombrero ladeado.
(El que
produjo
la duda sobre si fueron tres los marineros). Ella cabeceaba un ademán
de danza y
sentía
cómo su cabeza rozaba luces y risas cuando se encontró frente a un
espejo: el
tembloroso
espejo de su cuarto en cuyo azogue nadaban las dos gorras marineras.
Todo ello
sucedió
como si hubiese ascendido hacia la muerte. Por eso, una vez chilló:
«¡naciste hoy!»
y
el hombre dijo: «En ese espejo se podría pescar tu vida».
Pero,
eso fue después. Ciertamente, los marineros se acercaron: una mano,
una boca, la
sombra
verde y el rojizo resplandor. Aquel a quien llamaban Dutch había
estado esa
noche
o, tal vez, otra noche parecida a ésta. (Una noche como tantas de
las noches nacidas
en
el túnel, en la entraña del monstruo, en un instante de la gran
oscuridad cruzada por
fogonazos
que era la vida allí). Estaba Dutch. O, acaso, no. No; ciertamente,
no. Era el de
los
discursos, el paciente hablador, quien estaba presente. La mujer alzó
su mano en un
gesto
de danza; sus uñas abrieron cinco pétalos rojos a la luz de las
bombillas. Se levantó;
sintió
en su cuerpo cómo ella toda tendía a estirarse. Miró (en el espejo
de sí misma o en el
espejo
tembloroso de su cuarto) su cabeza deslizada en ascensión entre las
bombillas del
cabaret
y entre las luces del alto cielo sereno. Se movió -lenta y
brillante- sobre bombillas,
estrellas,
espejos. La voz, la sonrisa, el cigarrillo de los marineros eran
palabras, gestos,
señales
que indicaban el pecho del hombre. (Su cartera o su corazón). Como
si atravesara
rampas
de misterio los pasos de ella la llevaban hacia el que descansaba
sobre la mesa del
cabaret.
Apartó espejos, luces, estrellas; atravesó nubes de humo. Estaba
acompañada por
los
tres marineros (eran tres, entonces): el que parecía un verde
lagarto, el del rojizo
resplandor
y la sombra azulenca en las manos, el del pequeño sombrero ladeado
sobre la
sien
izquierda. Cuando llegó a la mesa, rozó el pecho del hombre que
dormía. «Bull Shit»,
dijo
él. «¡Ah! ¡Eres Dutch!». «¿Dutch? ¿Dutch? Sacas de tu sombra
una palabra y piensas
que
es un hombre. No, no soy Dutch; tampoco soy el que te dijo te quiero
más que a mi
vida
ni el que te habló de otras mujeres a quienes quiere mucho. Soy otro
corazón y otra
moneda».
Las voces de los dos (¿o tres?) marineros ordenaron: «Sube con él».
Ante
el espejo se miraron. Ella diría que no pisó la escalera, que no
caminó frente al bar,
que
caminaron -todos- las rampas del misterio y atravesaron las puertas
que hay siempre
entre
los espejos. Por los caminos del misterio, por los caminos que unen
un espejo a otro
espejo,
llegaron (o estaban allí antes) y se miraron desde la puerta del
espejo. (Ellos y sus
sombras:
la mujer, los marineros y el que, antes, dormía sobre la mesa del
cabaret
mostrando
a todos su corazón). El del pequeño sombrero ladeado no estaba en
el espejo. El
otro,
el que dormía cuando estaban abajo, habló; al mirar las gorras de
los marineros, dijo a
la
mujer: «En ese espejo se podía pescar tu vida». (Igual pudo decir,
«tu muerte»).
La
mujer estaba fuera del cuarto, apoyada la gruesa mano de roídas uñas
sobre la rugosa
piedra
del muro. A través de la puerta veía las gorras de los marineros en
el cristal del
espejo.
El hombre había echado a andar el fonógrafo, del cual salía la
dulce canción.
Los
marineros se acercaban. Suspendida sobre el negro disco, la aguja
brillante afilaba la
música:
aquella melodía donde nadaban palabras, semejantes a las palabras de
Dutch
cuando
Dutch decía algo más que Bull Shit, semejantes a gorras suspendidas
en el reflejo
de
un vidrio azogado.
El
hombre escuchaba tendido hacia el fonógrafo. Hacia él avanzaba uno
de los marinos;
el
que antes había ofrecido el cigarrillo de azulados humos. La mujer
miraba la mano del
marinero,
nerviosa, activa, cargada de deseo. (Si una moneda es la medida del
amor, puede
alguien
desear una moneda como se desea un corazón). Ella lo entendía así:
«El gesto de
quien
toca una moneda puede ser semejante a la frase te quiero más que mi
vida; acaso,
ambos,
espejos de una misma tontería o de una misma angustia». La mano
-deseosa,
inquieta,
activa- se dirigía al sitio de la cartera o del corazón. El hombre
volvió la cabeza,
miró
cara a cara al marinero. El que tenía en sí un resplandor de brasa
rio con risa hueca
como
repiqueteo de tambor, como el movimiento de los dedos de la mujer
sobre el antiguo
muro.
El hombre volvió a inclinarse sobre la melodía del fonógrafo. La
risa del otro caía
sobre
el ritmo de la música y el hombre se bañaba en la música y en la
risa.
El
gesto del marinero amenazó de nuevo cuando la mujer llamó la
atención del que
escuchaba
la música. Quieta -su mano sobre el muro- lo siseó. Él fue hasta
ella; se quedó
mirándola,
como un conocedor que mira un cuadro antiguo; fue entonces cuando
habló:
«Hay
en esta pared un camino de historias que se muerde la cola. Trajeron
estas piedras
desde
el mar, las apretaron en argamasa duradera para fabricar el muro de
un castillo
defensivo;
ahora, los elementos que formaban la pared van regresando hacia sus
formas
primitivas:
reciedumbre corroída por la angustia de un destino falseado».
La
mujer lo miraba desde el espejo del cielo, alta entre las estrellas
su cabeza. Antes de
que
ello fuera cierto, la mujer miraba cómo entre los dedos del marinero
brillaba el
cigarrillo:
un cigarrillo de metal, envenenado con venenos de luna, brillante de
muerte. Los
dedos
de ella (y sí que resultaba extraordinario que dos manos estuviesen
unidas a
elementos
minerales y significaran a un tiempo mismo, aunque de manera
distinta, el lento
desmoronamiento
de lo que fue hecho para que resistiese el paso del tiempo), los
dedos de
ella
repiquetearon sobre el muro. «No, no, no».
Fue
entonces cuando él propuso matrimonio, cuando la comparó a una
virgen flamenca,
cuando
dijo: «Te llevaré a la casa de un amigo que colecciona
antigüedades; él diría que
eres
igual a una virgen flamenca; pero no es posible, porque ese amigo soy
yo y hemos
peleado
por una mujer que vive en esta casa y que... eres tú».
El
gesto del marinero con el envenenado metal del cigarrillo -o del
puñal- era tan lento
como
si estuviese hecho de humo. Lento, alzaba su llama, su cigarrillo, su
puñal, el
enlunado
humo encendido de la muerte. Ella movía los dedos sobre el muro;
tamborileaba
palabras:
«no, no, cuidado, aquí, aquí, adiós, adiós, adiós». El hombre
dijo: «Te quiero más
que
a mi vida. Pareces una virgen flamenca. Bull Shit».
Ya
el marinero bajaba su llama. Ella lo vio. Gritó. La noche se cortó
de relámpagos, de
fogonazos.
(Tiros o estrellas). El del sombrero ladeado lanzaba chispazos con su
revólver.
Alguien
saltó hacia la noche. Hubo gritos. Una mujer corrió hasta la que se
apoyaba en el
muro;
chilló: «¡Naciste hoy!». El hombre repetía: «Bull Shit, virgen,
te quiero».
La
mano de ella resbaló a lo largo del muro; su cuerpo se desprendió;
sus dedos rozaron
las
antiguas piedras hasta caer en el pozo de su sangre; allí, junto al
muro, en la sangre que
comenzaba
a enfriarse, dijeron una vez más sus dedos: «Aquí, aquí, cuidado,
no, no, adiós,
adiós,
adiós». Un inútil tamborileo que desfallecía sobre las palabras
del hombre: «Te
quiero
más que a mi vida, Bull Shit, virgen». El del sombrero ladeado
afirmó: «Está
muerta».
Más
tarde el de los discursos comentaba: «Ésta es una historia que se
enrolla sobre sí
misma
como una serpiente que se muerde la cola. Falta saber si fueron dos
los marineros».
El
del sombrerito se opuso: «Hay dos gorras en la cama de Bull Shit».
«En el espejo»,
rectificó
el de los discursos; «la vida de ella puede pescarse en ese espejo.
O su muerte».
Voces
de miedo y de pasión alzaban su llama hacia las estrellas. La mano
de la mujer
estaba
quieta junto al muro, sobre el pozo de su sangre.
..................................................................................
Miguel
Ángel Asturias
(Guatemala
1899- España 1974)
Leyenda
del Sombrerón
En
aquel apartado rincón del mundo, tierra prometida a una Reina por un
Navegante loco, la mano religiosa había construido el más hermoso
templo al lado de la divinidades que en cercanas horas fueran testigo
de la idolatría del hombre —el pecado más abominable a los ojos
de Dios—, y al abrigo de los tiempo de montañas y volcanes
detenían con sus inmensas moles.
Los religiosos encargados del culto, corderos de corazón de león, por flaqueza humana, sed de conocimientos, vanidad ante un mundo nuevo o solicitud hacia la tradición espiritual que acarreaban navegantes y clérigos, se entregaron al cultivo de las bellas artes y al estudio de las ciencias y la filosofía, descuidando sus obligaciones y deberes a tal punto, que, como se sabrá el Día del juicio, olvidábanse de abrir al templo, después de llamar a misa, y de cerrarlo concluidos los oficios…
Y era de ver y era de oír y de saber las discusiones en que por días y noches se enredaban los mas eruditos, trayendo a tal ocurrencia citas de textos sagrados, los más raros y refundidos.
Y era de ver y era de oír y de saber la plácida tertulia de los poetas, el dulce arrebato de los músicos y la inaplazable labor de los pintores, todos entregados a construir mundos sobrenaturales con los recados y privilegios del arte.
Reza en viejas crónicas, entre apostillas frondosas de letra irregular, que a nada se redujo la conversación de los filósofos y los sabios; pues, ni mencionan sus nombres, para confundirles la Suprema Sabiduría les hizo oír una voz que les mandaba se ahorraran el tiempo de escribir sus obras. Conversaron un siglo sin entenderse nunca ni dar una plumada, y diz que cavilaban en tamaños errores.
De los artistas no hay mayores noticias. Nada se sabe de los músicos. En las iglesias se topan pinturas empolvadas de imágenes que se destacan en fondos pardos al pie de ventanas abiertas sobre panoramas curiosos por la novedad del cielo y el sin número de volcanes. Entre los pintores hubo imagineros y a juzgar por las esculturas de Cristos y Dolorosas que dejaron, deben haber sido tristes y españoles. Eran admirables. Los literatos componían en verso, pero de su obra sólo se conocen palabras sueltas.
Prosigamos. Mucho me he detenido en contar cuentos viejos, como dice Bernal Díaz del Castillo en “La Conquista de Nueva España”, historia que escribió para contradecir a otro historiador; en suma, lo que hacen los historiadores.
Prosigamos con los monjes…
Los religiosos encargados del culto, corderos de corazón de león, por flaqueza humana, sed de conocimientos, vanidad ante un mundo nuevo o solicitud hacia la tradición espiritual que acarreaban navegantes y clérigos, se entregaron al cultivo de las bellas artes y al estudio de las ciencias y la filosofía, descuidando sus obligaciones y deberes a tal punto, que, como se sabrá el Día del juicio, olvidábanse de abrir al templo, después de llamar a misa, y de cerrarlo concluidos los oficios…
Y era de ver y era de oír y de saber las discusiones en que por días y noches se enredaban los mas eruditos, trayendo a tal ocurrencia citas de textos sagrados, los más raros y refundidos.
Y era de ver y era de oír y de saber la plácida tertulia de los poetas, el dulce arrebato de los músicos y la inaplazable labor de los pintores, todos entregados a construir mundos sobrenaturales con los recados y privilegios del arte.
Reza en viejas crónicas, entre apostillas frondosas de letra irregular, que a nada se redujo la conversación de los filósofos y los sabios; pues, ni mencionan sus nombres, para confundirles la Suprema Sabiduría les hizo oír una voz que les mandaba se ahorraran el tiempo de escribir sus obras. Conversaron un siglo sin entenderse nunca ni dar una plumada, y diz que cavilaban en tamaños errores.
De los artistas no hay mayores noticias. Nada se sabe de los músicos. En las iglesias se topan pinturas empolvadas de imágenes que se destacan en fondos pardos al pie de ventanas abiertas sobre panoramas curiosos por la novedad del cielo y el sin número de volcanes. Entre los pintores hubo imagineros y a juzgar por las esculturas de Cristos y Dolorosas que dejaron, deben haber sido tristes y españoles. Eran admirables. Los literatos componían en verso, pero de su obra sólo se conocen palabras sueltas.
Prosigamos. Mucho me he detenido en contar cuentos viejos, como dice Bernal Díaz del Castillo en “La Conquista de Nueva España”, historia que escribió para contradecir a otro historiador; en suma, lo que hacen los historiadores.
Prosigamos con los monjes…
Entre
los unos, sabios y filósofos, y los otros, artistas y locos, había
uno a quien llamaban a secas el Monje, por su celo religioso y santo
temor de Dios y porque se negaba a tomar parte en las discusiones de
aquéllos en los pasatiempos de éstos, juzgándoles a todos víctimas
del demonio.
El Monje vivía en oración dulces y buenos días, cuando acertó a pasar, por la calle que circunda los muros del convento, un niño jugando con una pelotita de hule.
Y sucedió…
El Monje vivía en oración dulces y buenos días, cuando acertó a pasar, por la calle que circunda los muros del convento, un niño jugando con una pelotita de hule.
Y sucedió…
Y
sucedió, repito para tomar aliento, que por la pequeña y única
ventana de su celda, en uno de los rebotes, colóse la pelotita.
El
religioso, que leía la Anunciación de Nuestra Señora en un libro
de antes, vio entrar el cuerpecito extraño, no sin turbarse, entrar
y rebotar con agilidad midiendo piso y pared, pared y piso, hasta
perder el impulso y rodar a sus pies, como un pajarito muerto. ¡Lo
sobrenatural! Un escalofrío le cepilló la espalda.
El
corazón le daba martillazos, como a la Virgen desustanciada en
presencia del Arcángel. Poco, necesitó, sin embargo, para
recobrarse y reír entre dientes de la pelotita. Sin cerrar el libro
ni levantarse de su asiento, agachóse para tomarla del suelo y
devolverla, y a devolverla iba cuando una alegría inexplicable le
hizo cambiar de pensamiento: su contacto le produjo gozos de santo,
gozos de artista, gozos de niño…
Sorprendido,
sin abrir bien sus ojillos de elefante, cálidos y castos, la apretó
con toda la mano, como quien hace un cariño, y la dejó caer en
seguida, como quien suelta una brasa; mas la pelotita, caprichosa y
coqueta, dando un rebote en el piso, devolvióse a sus manos tan ágil
y tan presta que apenas si tuvo tiempo de tomarla en el aire y correr
a ocultarse con ella en la esquina más oscura de la celda, como el
que ha cometido un crimen.
Poco a poco se apoderaba del santo hombre un deseo loco de saltar y saltar como la pelotita. Si su primer intento había sido devolverla, ahora no pensaba en semejante cosa, palpando con los dedos complacidos su redondez de fruto, recreándose en su blancura de armiño, tentado de llevársela a los labios y estrecharla contra sus dientes manchados de tabaco; en el cielo de la boca le palpitaba un millar de estrellas…
Poco a poco se apoderaba del santo hombre un deseo loco de saltar y saltar como la pelotita. Si su primer intento había sido devolverla, ahora no pensaba en semejante cosa, palpando con los dedos complacidos su redondez de fruto, recreándose en su blancura de armiño, tentado de llevársela a los labios y estrecharla contra sus dientes manchados de tabaco; en el cielo de la boca le palpitaba un millar de estrellas…
—¡La
Tierra debe ser esto en manos del Creador! —pensó.
No
lo dijo porque en ese instante se le fue de las manos —rebotadora
inquietud—, devolviéndose en el acto, con voluntad extraña, tras
un salto, como una inquietud.
—¿Extraña o diabólica?…
—¿Extraña o diabólica?…
Fruncía
las cejas —brochas en las que la atención riega dentífrico
invisible— y, tras vanos temores, reconciliábase con la pelotita,
digna de él y de toda alma justa, por su afán elástico de
levantarse al cielo.
Y
así fue como en aquel convento, en tanto unos monjes cultivaban las
Bellas Artes y otros las Ciencias y la Filosofía, el nuestro jugaba
en los corredores con la pelotita.
Nubes, cielo, tamarindos… Ni un alma en la pereza del camino. De vez en cuando, el paso celeroso de bandadas de pericas domingueras comiéndose el silencio. El día salía de las narices de los bueyes, blanco, caliente, perfumado.
Nubes, cielo, tamarindos… Ni un alma en la pereza del camino. De vez en cuando, el paso celeroso de bandadas de pericas domingueras comiéndose el silencio. El día salía de las narices de los bueyes, blanco, caliente, perfumado.
A
la puerta del templo esperaba el monje, después de llamar a misa, la
llegada de los feligreses jugando con la pelotita que había olvidado
en la celda. ¡Tan liviana, tan ágil, tan blanca!, repetíase
mentalmente. Luego, de viva voz, y entonces el eco contestaba en la
iglesia, saltando como un pensamiento:
¡Tan
liviana, tan ágil, tan blanca!… Sería una lástima perderla. Esto
le apenaba, arreglándoselas para afirmar que no la perdería, que
nunca le sería infiel, que con él la enterrarían…, tan liviana,
tan ágil, tan blanca…
¿Y
si fuese el demonio?
Una
sonrisa disipaba sus temores: era menos endemoniada que el Arte, las
Ciencias y la Filosofía, y, para no dejarse mal aconsejar por el
miedo, tornaba a las andadas, tentando de ir a traerla, enjuagándose
con ella de rebote en rebote…, tan liviana, tan ágil, tan
blanca…
Por los caminos —aún no había calles en la ciudad trazada por un teniente para ahorcar— llegaban a la iglesia hombres y mujeres ataviados con vistosos trajes, sin que el religioso se diera cuenta, arrobado como estaba en sus pensamientos. La iglesia era de piedras grandes; pero, en la hondura del cielo, sus torres y cúpula perdían peso, haciéndose ligeras, aliviadas, sutiles. Tenía tres puertas mayores en la entrada principal, y entre ellas, grupos de columnas salomónicas, y altares dorados, y bóvedas y pisos de un suave color azul. Los santos estaban como peces inmóviles en el acuoso resplandor del templo.
Por la atmósfera sosegada se esparcían tuteos de palomas, balidos de ganados, trotes de recuas, gritos de arrieros. Los gritos abríanse como lazos en argollas infinitas, abarcándolo todo: alas, besos, cantos. Los rebaños, al ir subiendo por las colinas, formaban caminos blancos, que al cabo se borraban. Caminos blancos, caminos móviles, caminitos de humo para jugar una pelota con un monje en la mañana azul…
Por los caminos —aún no había calles en la ciudad trazada por un teniente para ahorcar— llegaban a la iglesia hombres y mujeres ataviados con vistosos trajes, sin que el religioso se diera cuenta, arrobado como estaba en sus pensamientos. La iglesia era de piedras grandes; pero, en la hondura del cielo, sus torres y cúpula perdían peso, haciéndose ligeras, aliviadas, sutiles. Tenía tres puertas mayores en la entrada principal, y entre ellas, grupos de columnas salomónicas, y altares dorados, y bóvedas y pisos de un suave color azul. Los santos estaban como peces inmóviles en el acuoso resplandor del templo.
Por la atmósfera sosegada se esparcían tuteos de palomas, balidos de ganados, trotes de recuas, gritos de arrieros. Los gritos abríanse como lazos en argollas infinitas, abarcándolo todo: alas, besos, cantos. Los rebaños, al ir subiendo por las colinas, formaban caminos blancos, que al cabo se borraban. Caminos blancos, caminos móviles, caminitos de humo para jugar una pelota con un monje en la mañana azul…
—¡Buenos
días le dé Dios, señor!
La
voz de una mujer sacó al monje de sus pensamientos. Traía de la
mano a un niño triste.
—¡Vengo, señor, a que, por vida suya, le eche los Evangelios a mi hijo, que desde hace días está llora que llora, desde que perdió aquí, al costado del convento, una pelota que, ha de saber su merced, los vecinos aseguraban era la imagen del demonio…
—¡Vengo, señor, a que, por vida suya, le eche los Evangelios a mi hijo, que desde hace días está llora que llora, desde que perdió aquí, al costado del convento, una pelota que, ha de saber su merced, los vecinos aseguraban era la imagen del demonio…
(…tan
liviana, tan ágil, tan blanca…)
El
monje se detuvo de la puerta para no caer del susto, y, dando la
espalda a la madre y al niño, escapó hacia su celda, sin decir
palabra, con los ojos nublados y los brazos en alto.
Llegar
allí y despedir la pelotita, todo fue uno.
—¡Lejos
de mí, Satán! ¡Lejos de mí, Satán!
La
pelota cayó fuera del convento —fiesta de brincos y rebrincos de
corderillo en libertad—, y, dando su salto inusitado, abrióse como
por encanto en forma de sombrero negro sobre la cabeza del niño, que
corría tras ella. Era el sombrero del demonio.
Y
así nace al mundo el Sombrerón.
.......................................................................
Juan Bosh
(República Dominicana 1909-2001)
Los Amos
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Juan Bosh
(República Dominicana 1909-2001)
Los Amos
Cuando ya Cristino no servía ni para ordeñar una vaca, don Pío lo
llamó y le dijo que iba a hacerle un regalo.
-Le voy a dar medio peso para el camino. Usté esta muy mal y no puede
seguir trabajando. Si se mejora, vuelva.
Cristino extendió una mano amarilla, que le temblaba.
-Mucha gracia, don. Quisiera coger el camino ya, pero tengo calentura.
-Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y hasta hacerse una tisana
de cabrita. Eso es bueno.
Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo abundante, largo y
negro le caía sobre el pescuezo. La barba escasa parecía ensuciarle el
rostro, de pómulos salientes.
-Ta bien, don Pío -dijo-; que Dio se lo pague.
Bajó lentamente los escalones, mientras se cubría de nuevo la cabeza
con el viejo sombrero de fieltro negro. Al llegar al último escalón se detuvo
un rato y se puso a mirar las vacas y los críos.
-Que animao ta el becerrito -comentó en voz baja.
Se trataba de uno que él había curado días antes. Había tenido gusanos
en el ombligo y ahora correteaba y saltaba alegremente.
Don Pío salió a la galería y también se detuvo a ver las reses. Don
Pío era bajo, rechoncho, de ojos pequeños y rápidos. Cristino tenía tres años
trabajando con él. Le pagaba un peso semanal por el ordeño, que se hacía de
madrugada, las atenciones de la casa y el cuido de los terneros. Le había
salido trabajador y tranquilo aquel hombre, pero había enfermado y don Pío no
quería mantener gente enferma en su casa.
Don Pío tendió la vista. A la distancia estaban los matorrales que
cubrían el paso del arroyo, y sobre los matorrales, las nubes de mosquitos.
Don Pío había mandado poner tela metálica en todas las puertas y ventanas de
la casa, pero el rancho de los peones no tenía ni puertas ni ventanas; no
tenía ni siquiera setos. Cristino se movió allá abajo, en el primer escalón,
y don Pío quiso hacerle una última recomendación.
-Cuando llegue a su casa póngase en cura, Cristino.
-Ah, sí, cómo no, don. Mucha gracia -oyó responder.
El sol hervía en cada diminuta hoja de la sabana. Desde las lomas de
Terrero hasta las de San Francisco, perdidas hacia el norte, todo fulgía bajo
el sol. Al borde de los potreros, bien lejos, había dos vacas. Apenas se las
distinguía, pero Cristino conocía una por una todas las reses.
-Vea, don -dijo- aquella pinta que se aguaita allá debe haber parío
anoche o por la mañana, porque no le veo barriga.
Don Pío caminó arriba.
-¿Usté cree, Cristino? Yo no la veo bien.
-Arrímese pa aquel lao y la verá.
Cristino tenía frío y la cabeza empezaba a dolerle, pero siguió con la
vista al animal.
-Dese una caminata y me la arrea, Cristino -oyó decir a don Pío.
-Yo fuera a buscarla, pero me toy sintiendo mal.
-¿La calentura?
-Unjú, me ta subiendo.
-Eso no hace. Ya usté está acostumbrado, Cristino. Vaya y tráigamela.
Cristino se sujetaba el pecho con los dos brazos descarnados. Sentía
que el frío iba dominándolo. Levantaba la frente. Todo aquel sol, el
becerrito...
-¿Va a traérmela? -insistió la voz.
Con todo ese sol y las piernas temblándole, y los pies descalzos
llenos de polvo.
-¿Va a buscármela, Cristino?
Tenía que responder, pero la lengua le pesaba. Se apretaba más los
brazos sobre el pecho. Vestía una camisa de listado sucia y de tela tan delgada
que no le abrigaba.
Resonaron pisadas arriba y Cristino pensó que don Pío iba a bajar. Eso
asustó a Cristino.
-Ello sí, don -dijo-: voy a dir. Deje que se me pase el frío.
-Con el sol se le quita. Hágame el favor, Cristino. Mire que esa vaca
se me va y puedo perder el becerro.
Cristino seguía temblando, pero comenzó a ponerse de pie.
-Si: ya voy, don -dijo.
-Cogió ahora por la vuelta del arroyo -explicó desde la galería don
Pío.
Paso a paso, con los brazos sobre el pecho, encorvado para no perder
calor, el peón empezó a cruzar la sabana. Don Pío lo veía de espaldas. Una
mujer se deslizó por la galería y se puso junto a don Pío.
-¡Qué día tan bonito, Pío! -comentó con voz cantarina.
El hombre no contestó. Señaló hacia Cristino, que se alejaba con paso
torpe como si fuera tropezando.
-No quería ir a buscarme la vaca pinta, que parió anoche. Y ahorita
mismo le di medio peso para el camino.
Calló medio minuto y miró a la mujer, que parecía demandar una
explicación.
-Malagradecidos que son, Herminia -dijo-. De nada vale tratarlos bien.
Ella asintió con la mirada.
-Te lo he dicho mil veces, Pío -comentó.
Y ambos se quedaron mirando a Cristino, que ya era apenas una mancha
sobre el verde de la sabana.
|
.
Augusto
Roa Bastos
(Paraguay
1917-2005)
El
Baldio
No
tenían cara, chorreados, comidos por la oscuridad. Nada más que sus
dos siluetas vagamente humanas, los cuerpos reabsorbidos en sus
sombras. Iguales y sin embargo tan distintos. Inerte el uno, viajando
a ras del suelo con la pasividad de la inocencia o de la indiferencia
más absoluta. Encorvado el otro, jadeante, por el esfuerzo de
arrastrarlo entre la maleza y los desperdicios. Se detenía a ratos a
tomar aliento. Luego recomenzaba doblando aún más el espinazo sobre
su carga. El olor del agua estancada del Riachuelo debía estar en
todas partes, ahora más con la fetidez dulzarrona del baldío
hediendo a herrumbre, a excrementos de animales, ese olor pastoso por
la amenaza del mal tiempo que el hombre manoteaba de tanto en tanto
para despegárselo de la cara. Varillitas de vidrio o de metal
entrechocaban entre los yuyos, aunque de seguro ninguno de los dos
oiría ese cantito isócrono, fantasmal. Tampoco el apagado rumor de
la ciudad que allí parecía trepidar bajo tierra. Y el que
arrastraba, sólo tal vez ese ruido blando y sordo del cuerpo al
rebotar sobre el terreno, el siseo de restos de papeles o el opaco
golpe de los zapatos contra las latas y cascotes. A veces el hombro
del otro se enganchaba en las matas duras o en alguna piedra. Lo
destrababa entonces a tirones mascullando alguna curiosa interjección
o haciendo a cada forcejeo el ha... neumático de los estibadores al
reventar la carga rebelde al hombreo. Era evidente que le resultaba
cada vez más pesado. No sólo por esa resistencia pasiva que se le
empacaba de vez en cuando en los obstáculos. Acaso también por el
propio miedo, la repugnancia o el apuro que le iría comiendo las
fuerzas, empujándolo a terminar cuanto antes. Al principio lo
arrastró de los brazos. De no estar la noche tan cerrada se hubiera
podido ver los dos pares de manos entrelazadas, negativo de un
salvamento al revés. Cuando el cuerpo volvió a engancharse, agarró
las dos piernas y empezó a remolcarlo dándole la espalda, muy
inclinado hacia delante, estribando frente a los hoyos. La cabeza del
otro fue dando tumbos alegres, al parecer encantada del cambio. Los
faros de un auto en una curva desparramaron de pronto una claridad
amarilla que llegó en oleadas sobre los montículos de basura, sobre
los yuyos, sobre los desniveles del terreno. El que estiraba se
tendió junto al otro. Por un instante, bajo esa pálida pincelada,
tuvieron algo de cara, lívida, asustada la una, llena de tierra la
otra, mirando hacer impasible. La oscuridad volvió a tragarlas
enseguida. Se levantó y siguió halándolo otro poco, pero ya habían
llegado a un sitio donde la maleza era más alta. Lo acomodó como
pudo, lo arropó con basura, ramas secas, cascotes. Parecía de
improviso querer protegerlo de ese olor que llenaba el baldío o de
la lluvia que no tardaría en caer. Se detuvo, se pasó el brazo por
la frente regada de sudor, escarró y escupió con rabia. Entonces
escuchó ese vagido que lo sobresaltó. Subía débil y sofocado del
yuyal, como si el otro hubiera comenzado a quejarse con lloro de
recién nacido bajo su túmulo de basura.
Iba a huir, pero se
detuvo encandilado por el fogonazo de fotografía de un relámpago
que arrancó también de la oscuridad el bloque metálico del puente,
mostrándole lo poco que había andado. Ladeó la cabeza, vencido. Se
arrodilló y acercó husmeando casi ese vagido tenue, estrangulado,
insistente. Cerca del montón había un bulto blanquecino. El hombre
quedó un largo rato sin saber que hacer. Se levantó para irse, dio
unos pasos tambaleando, pero no pudo avanzar. Ahora el vagido
tironeaba de él. Regresó poco a poco, a tientas, jadeante. Volvió
a arrodillarse titubeando todavía. Después tendió la mano. El
papel del envoltorio crujió. Entre las hojas del diario se debatía
una formita humana. El hombre la tomó en sus brazos. Su gesto fue
torpe y desmemoriado, el gesto de alguien que no sabe lo que hace;
pero que de todos modos no puede dejar de hacerlo. Se incorporó
lentamente, como asqueado de una repentina ternura semejante al más
extremo desamparo y quitándose el saco arropó con él a la criatura
húmeda y lloriqueante
Cada
vez más rápido, corriendo casi se alejó del yuyal con el vagido y
desapareció en la oscuridad.
...............................................................
Alejo
Carpentier
(
Cuba 1904 – Francia 1980 )
Viaje
a la semilla
I
-¿Qué
quieres, viejo?...
Varias
veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no
respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la
garganta un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían
descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosaico
de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras de
mampostería, haciéndolas rodar por canales de madera, con gran
revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas que iban
desdentando las murallas aparecían -despojados de su secreto- cielos
rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos,
astrágalos, y papeles encolados que colgaban de los testeros como
viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolición, una
Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído, veteado de negro el
tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente de
mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los
peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando
con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que
iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había
sentado, con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua.
Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos apreciables.
Oíanse, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las
poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de
aves desagradables y pechugonas.
Dieron
las cinco. Las cornisas y entablamentos se despoblaron. Sólo
quedaron escaleras de mano, preparando el salto del día siguiente.
El aire se hizo más fresco, aligerado de sudores, blasfemias,
chirridos de cuerdas, ejes que pedían alcuzas y palmadas en torsos
pringosos. Para la casa mondada el crepúsculo llegaba más pronto.
Se vestía de sombras en horas en que su ya caída balaustrada
superior solía regalar a las fachadas algún relumbre de sol. La
Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían
sin persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.
Contrariando
sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas
de acanto descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró
sus tentáculos hacia la voluta jónica, atraída por un aire de
familia. Cuando cayó la noche, la casa estaba más cerca de la
tierra. Un marco de puerta se erguía aún, en lo alto, con tablas de
sombras suspendidas de sus bisagras desorientadas.
II
Entonces
el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños,
volteando su cayado sobre un cementerio de baldosas.
Los
cuadrados de mármol, blancos y negros, volaron a los pisos,
vistiendo la tierra. Las piedras con saltos certeros, fueron a cerrar
los boquetes de las murallas. Hojas de nogal claveteadas se encajaron
en sus marcos, mientras los tornillos de las charnelas volvían a
hundirse en sus hoyos, con rápida rotación.
En
los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las
tejas juntaron sus fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro,
para caer en lluvia sobre la armadura del techo. La casa creció,
traída nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y vestida.
La Ceres fue menos gris. Hubo más peces en la fuente. Y el murmullo
del agua llamó begonias olvidadas.
El
viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y
comenzó a abrir ventanas. Sus tacones sonaban a hueco. Cuando
encendió los velones, un estremecimiento amarillo corrió por el
óleo de los retratos de familia, y gentes vestidas de negro
murmuraron en todas las galerías, al compás de cucharas movidas en
jícaras de chocolate.
Don
Marcial, el Marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte,
el pecho acorazado de medallas, escoltado por cuatro cirios con
largas barbas de cera derretida
III
Los
cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su
tamaño, los apagó la monja apartando una lumbre. Las mechas
blanquearon, arrojando el pabilo. La casa se vació de visitantes y
los carruajes partieron en la noche. Don Marcial pulsó un teclado
invisible y abrió los ojos.
Confusas
y revueltas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los
pomos de medicina, las borlas de damasco, el escapulario de la
cabecera, los daguerrotipos, las palmas de la reja, salieron de sus
nieblas. Cuando el médico movió la cabeza con desconsuelo
profesional, el enfermo se sintió mejor. Durmió algunas horas y
despertó bajo la mirada negra y cejuda del Padre Anastasio. De
franca, detallada, poblada de pecados, la confesión se hizo
reticente, penosa, llena de escondrijos. ¿Y qué derecho tenía, en
el fondo, aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Marcial se
encontró, de pronto, tirado en medio del aposento. Aligerado de un
peso en las sienes, se levantó con sorprendente celeridad. La mujer
desnuda que se desperezaba sobre el brocado del lecho buscó enaguas
y corpiños, llevándose, poco después, sus rumores de seda
estrujada y su perfume. Abajo, en el coche cerrado, cubriendo
tachuelas del asiento, había un sobre con monedas de oro.
Don
Marcial no se sentía bien. Al arreglarse la corbata frente a la luna
de la consola se vio congestionado. Bajó al despacho donde lo
esperaban hombres de justicia, abogados y escribientes, para disponer
la venta pública de la casa. Todo había sido inútil. Sus
pertenencias se irían a manos del mejor postor, al compás de
martillo golpeando una tabla. Saludó y le dejaron solo. Pensaba en
los misterios de la letra escrita, en esas hebras negras que se
enlazan y desenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas,
enlazando y desenlazando compromisos, juramentos, alianzas,
testimonios, declaraciones, apellidos, títulos, fechas, tierras,
árboles y piedras; maraña de hilos, sacada del tintero, en que se
enredaban las piernas del hombre, vedándole caminos desestimados por
la Ley; cordón al cuello, que apretaban su sordina al percibir el
sonido temible de las palabras en libertad. Su firma lo había
traicionado, yendo a complicarse en nudo y enredos de legajos. Atado
por ella, el hombre de carne se hacía hombre de papel. Era el
amanecer. El reloj del comedor acababa de dar la seis de la tarde.
IV
Transcurrieron
meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento cada vez mayor. Al
principio, la idea de traer una mujer a aquel aposento se le hacía
casi razonable. Pero, poco a poco, las apetencias de un cuerpo nuevo
fueron desplazadas por escrúpulos crecientes, que llegaron al
flagelo. Cierta noche, Don Marcial se ensangrentó las carnes con una
correa, sintiendo luego un deseo mayor, pero de corta duración. Fue
entonces cuando la Marquesa volvió, una tarde, de su paseo a las
orillas del Almendares. Los caballos de la calesa no traían en las
crines más humedad que la del propio sudor. Pero, durante todo el
resto del día, dispararon coces a las tablas de la cuadra,
irritados, al parecer, por la inmovilidad de nubes bajas.
Al
crepúsculo, una tinaja llena de agua se rompió en el baño de la
Marquesa. Luego, las lluvias de mayo rebosaron el estanque. Y aquella
negra vieja, con tacha de cimarrona y palomas debajo de la cama, que
andaba por el patio murmurando: "¡Desconfía de los ríos,
niña; desconfía de lo verde que corre!" No había día en que
el agua no revelara su presencia. Pero esa presencia acabó por no
ser más que una jícara derramada sobre el vestido traído de París,
al regreso del baile aniversario dado por el Capitán General de la
Colonia.
Reaparecieron
muchos parientes. Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy claras,
las arañas del gran salón. Las grietas de la fachada se iban
cerrando. El piano regresó al clavicordio. Las palmas perdían
anillos. Las enredaderas saltaban la primera cornisa. Blanquearon las
ojeras de la Ceres y los capiteles parecieron recién tallados. Más
fogoso Marcial solía pasarse tardes enteras abrazando a la Marquesa.
Borrábanse patas de gallina, ceños y papadas, y las carnes tornaban
a su dureza. Un día, un olor de pintura fresca llenó la casa.
V
Los
rubores eran sinceros. Cada noche se abrían un poco más las hojas
de los biombos, las faldas caían en rincones menos alumbrados y eran
nuevas barreras de encajes. Al fin la Marquesa sopló las lámparas.
Sólo él habló en la obscuridad. Partieron para el ingenio, en gran
tren de calesas -relumbrante de grupas alazanas, bocados de plata y
charoles al sol. Pero, a la sombra de las flores de Pascua que
enrojecían el soportal interior de la vivienda, advirtieron que se
conocían apenas. Marcial autorizó danzas y tambores de Nación,
para distraerse un poco en aquellos días olientes a perfumes de
Colonia, baños de benjuí, cabelleras esparcidas, y sábanas sacadas
de armarios que, al abrirse, dejaban caer sobre las lozas un mazo de
vetiver. El vaho del guarapo giraba en la brisa con el toque de
oración. Volando bajo, las auras anunciaban lluvias reticentes,
cuyas primeras gotas, anchas y sonoras, eran sorbidas por tejas tan
secas que tenían diapasón de cobre. Después de un amanecer
alargado por un abrazo deslucido, aliviados de desconciertos y
cerrada la herida, ambos regresaron a la ciudad. La Marquesa trocó
su vestido de viaje por un traje de novia, y, como era costumbre, los
esposos fueron a la iglesia para recobrar su libertad. Se devolvieron
presentes a parientes y amigos, y, con revuelo de bronces y alardes
de jaeces, cada cual tomó la calle de su morada. Marcial siguió
visitando a María de las Mercedes por algún tiempo, hasta el día
en que los anillos fueron llevados al taller del orfebre para ser
desgrabados. Comenzaba, para Marcial, una vida nueva. En la casa de
las rejas, la Ceres fue sustituida por una Venus italiana, y los
mascarones de la fuente adelantaron casi imperceptiblemente el
relieve al ver todavía encendidas, pintada ya el alba, las luces de
los velones.
VI
Una
noche, después de mucho beber y marearse con tufos de tabaco frío,
dejados por sus amigos, Marcial tuvo la sensación extraña de que
los relojes de la casa daban las cinco, luego las cuatro y media,
luego las cuatro, luego las tres y media... Era como la percepción
remota de otras posibilidades. Como cuando se piensa, en enervamiento
de vigilia, que puede andarse sobre el cielo raso con el piso por
cielo raso, entre muebles firmemente asentados entre las vigas del
techo. Fue una impresión fugaz, que no dejó la menor huella en su
espíritu, poco llevado, ahora, a la meditación.
Y
hubo un gran sarao, en el salón de música, el día en que alcanzó
la minoría de edad. Estaba alegre, al pensar que su firma había
dejado de tener un valor legal, y que los registros y escribanías,
con sus polillas, se borraban de su mundo. Llegaba al punto en que
los tribunales dejan de ser temibles para quienes tienen una carne
desestimada por los códigos. Luego de achisparse con vinos
generosos, los jóvenes descolgaron de la pared una guitarra
incrustada de nácar, un salterio y un serpentón. Alguien dio cuerda
al reloj que tocaba la Tirolesa de las Vacas y la Balada de los Lagos
de Escocia.
Otro
embocó un cuerno de caza que dormía, enroscado en su cobre, sobre
los fieltros encarnados de la vitrina, al lado de la flauta
traversera traída de Aranjuez. Marcial, que estaba requebrando
atrevidamente a la de Campoflorido, se sumó al guirigay, buscando en
el teclado, sobre bajos falsos, la melodía del Trípili-Trápala. Y
subieron todos al desván, de pronto, recordando que allá, bajo
vigas que iban recobrando el repello, se guardaban los trajes y
libreas de la Casa de Capellanías. En entrepaños escarchados de
alcanfor descansaban los vestidos de corte, un espadín de Embajador,
varias guerreras emplastronadas, el manto de un Príncipe de la
Iglesia, y largas casacas, con botones de damasco y difuminos de
humedad en los pliegues. Matizáronse las penumbras con cintas de
amaranto, miriñaques amarillos, túnicas marchitas y flores de
terciopelo. Un traje de chispero con redecilla de borlas, nacido en
una mascarada de carnaval, levantó aplausos.
La
de Campoflorido redondeó los hombros empolvados bajo un rebozo de
color de carne criolla, que sirviera a cierta abuela, en noche de
grandes decisiones familiares, para avivar los amansados fuegos de un
rico Síndico de Clarisas.
Disfrazados
regresaron los jóvenes al salón de música. Tocado con un tricornio
de regidor, Marcial pegó tres bastonazos en el piso, y se dio
comienzo a la danza de la valse, que las madres hallaban
terriblemente impropio de señoritas, con eso de dejarse enlazar por
la cintura, recibiendo manos de hombre sobre las ballenas del corset
que todas se habían hecho según el reciente patrón de "El
Jardín de las Modas". Las puertas se obscurecieron de fámulas,
cuadrerizos, sirvientes, que venían de sus lejanas dependencias y de
los entresuelos sofocantes para admirarse ante fiesta de tanto
alboroto. Luego se jugó a la gallina ciega y al escondite. Marcial,
oculto con la de Campoflorido detrás de un biombo chino, le estampó
un beso en la nuca, recibiendo en respuesta un pañuelo perfumado,
cuyos encajes de Bruselas guardaban suaves tibiezas de escote. Y
cuando las muchachas se alejaron en las luces del crepúsculo, hacia
las atalayas y torreones que se pintaban en grisnegro sobre el mar,
los mozos fueron a la Casa de Baile, donde tan sabrosamente se
contoneaban las mulatas de grandes ajorcas, sin perder nunca -así
fuera de movida una guaracha- sus zapatillas de alto tacón. Y como
se estaba en carnavales, los del Cabildo Arará Tres Ojos levantaban
un trueno de tambores tras de la pared medianera, en un patio
sembrado de granados. Subidos en mesas y taburetes, Marcial y sus
amigos alabaron el garbo de una negra de pasas entrecanas, que volvía
a ser hermosa, casi deseable, cuando miraba por sobre el hombro,
bailando con altivo mohín de reto.
VII
Las
visitas de Don Abundio, notario y albacea de la familia, eran más
frecuentes. Se sentaba gravemente a la cabecera de la cama de
Marcial, dejando caer al suelo su bastón de ácana para despertarlo
antes de tiempo. Al abrirse, los ojos tropezaban con una levita de
alpaca, cubierta de caspa, cuyas mangas lustrosas recogían títulos
y rentas. Al fin sólo quedó una pensión razonable, calculada para
poner coto a toda locura. Fue entonces cuando Marcial quiso ingresar
en el Real Seminario de San Carlos.
Después
de mediocres exámenes, frecuentó los claustros, comprendiendo cada
vez menos las explicaciones de los dómines. El mundo de las ideas se
iba despoblando. Lo que había sido, al principio, una ecuménica
asamblea de peplos, jubones, golas y pelucas, controversistas y
ergotantes, cobraba la inmovilidad de un museo de figuras de cera.
Marcial se contentaba ahora con una exposición escolástica de los
sistemas, aceptando por bueno lo que se dijera en cualquier texto.
"León", "Avestruz", Ballena", "Jaguar",
leíase sobre los grabados en cobre de la Historia Natural. Del mismo
modo, "Aristóteles", "Santo Tomás", Bacon",
"Descartes", encabezaban páginas negras, en que se
catalogaban aburridamente las interpretaciones del universo, al
margen de una capitular espesa. Poco a poco, Marcial dejó de
estudiarlas, encontrándose librado de un gran peso. Su mente se hizo
alegre y ligera, admitiendo tan sólo un concepto instintivo de las
cosas. ¿Para qué pensar en el prisma, cuando la luz clara de
invierno daba mayores detalles a las fortalezas del puerto? Una
manzana que cae del árbol sólo es incitación para los dientes. Un
pie en una bañadera no pasa de ser un pie en una bañadera. El día
que abandonó el Seminario, olvidó los libros. El gnomon recobró su
categoría de duende: el espectro fue sinónimo de fantasma; el
octandro era bicho acorazado, con púas en el lomo.
Varias
veces, andando pronto, inquieto el corazón, había ido a visitar a
las mujeres que cuchicheaban, detrás de puertas azules, al pie de
las murallas. El recuerdo de la que llevaba zapatillas bordadas y
hojas de albahaca en la oreja lo perseguía, en tardes de calor, como
un dolor de muelas. Pero, un día, la cólera y las amenazas de un
confesor le hicieron llorar de espanto. Cayó por última vez en las
sábanas del infierno, renunciando para siempre a sus rodeos por
calles poco concurridas, a sus cobardías de última hora que le
hacían regresar con rabia a su casa, luego de dejar a sus espaldas
cierta acera rajada, señal, cuando andaba con la vista baja, de la
media vuelta que debía darse por hollar el umbral de los perfumes.
Ahora
vivía su crisis mística, poblada de detentes, corderos pascuales,
palomas de porcelana, Vírgenes de manto azul celeste, estrellas de
papel dorado, Reyes Magos, ángeles con alas de cisne, el Asno, el
Buey, y un terrible San Dionisio que se le aparecía en sueños, con
un gran vacío entre los hombros y el andar vacilante de quien busca
un objeto perdido. Tropezaba con la cama y Marcial despertaba
sobresaltado, echando mano al rosario de cuentas sordas. Las mechas,
en sus pocillos de aceite, daban luz triste a imágenes que
recobraban su color primero.
VIII
Los
muebles crecían. Se hacía más difícil sostener los antebrazos
sobre el borde de la mesa del comedor. Los armarios de cornisas
labradas ensanchaban el frontis. Alargando el torso, los moros de la
escalera acercaban sus antorchas a los balaustres del rellano. Las
butacas eran mas hondas y los sillones de mecedora tenían tendencia
a irse para atrás. No había ya que doblar las piernas al recostarse
en el fondo de la bañadera con anillas de mármol.
Una
mañana en que leía un libro licencioso, Marcial tuvo ganas,
súbitamente, de jugar con los soldados de plomo que dormían en sus
cajas de madera. Volvió a ocultar el tomo bajo la jofaina del
lavabo, y abrió una gaveta sellada por las telarañas. La mesa de
estudio era demasiado exigua para dar cabida a tanta gente. Por ello,
Marcial se sentó en el piso. Dispuso los granaderos por filas de
ocho. Luego, los oficiales a caballo, rodeando al abanderado. Detrás,
los artilleros, con sus cañones, escobillones y botafuegos. Cerrando
la marcha, pífanos y timbales, con escolta de redoblantes. Los
morteros estaban dotados de un resorte que permitía lanzar bolas de
vidrio a más de un metro de distancia.
-¡Pum!...
¡Pum!... ¡Pum!...
Caían
caballos, caían abanderados, caían tambores. Hubo de ser llamado
tres veces por el negro Eligio, para decidirse a lavarse las manos y
bajar al comedor.
Desde
ese día, Marcial conservó el hábito de sentarse en el enlosado.
Cuando percibió las ventajas de esa costumbre, se sorprendió por no
haberlo pensando antes. Afectas al terciopelo de los cojines, las
personas mayores sudan demasiado. Algunas huelen a notario -como Don
Abundio- por no conocer, con el cuerpo echado, la frialdad del mármol
en todo tiempo. Sólo desde el suelo pueden abarcarse totalmente los
ángulos y perspectivas de una habitación. Hay bellezas de la
madera, misteriosos caminos de insectos, rincones de sombra, que se
ignoran a altura de hombre. Cuando llovía, Marcial se ocultaba
debajo del clavicordio. Cada trueno hacía temblar la caja de
resonancia, poniendo todas las notas a cantar. Del cielo caían los
rayos para construir aquella bóveda de calderones -órgano, pinar al
viento, mandolina de grillos.
IX
Aquella
mañana lo encerraron en su cuarto. Oyó murmullos en toda la casa y
el almuerzo que le sirvieron fue demasiado suculento para un día de
semana. Había seis pasteles de la confitería de la Alameda -cuando
sólo dos podían comerse, los domingos, después de misa. Se
entretuvo mirando estampas de viaje, hasta que el abejeo creciente,
entrando por debajo de las puertas, le hizo mirar entre persianas.
Llegaban hombres vestidos de negro, portando una caja con agarraderas
de bronce.
Tuvo
ganas de llorar, pero en ese momento apareció el calesero Melchor,
luciendo sonrisa de dientes en lo alto de sus botas sonoras.
Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor era caballo. Él, era Rey.
Tomando las losas del piso por tablero, podía avanzar de una en una,
mientras Melchor debía saltar una de frente y dos de lado, o
viceversa. El juego se prolongó hasta más allá del crepúsculo,
cuando pasaron los Bomberos del Comercio.
Al
levantarse, fue a besar la mano de su padre que yacía en su cama de
enfermo. El Marqués se sentía mejor, y habló a su hijo con el
empaque y los ejemplos usuales. Los "Sí, padre" y los "No,
padre", se encajaban entre cuenta y cuenta del rosario de
preguntas, como las respuestas del ayudante en una misa. Marcial
respetaba al Marqués, pero era por razones que nadie hubiera
acertado a suponer. Lo respetaba porque era de elevada estatura y
salía, en noches de baile, con el pecho rutilante de
condecoraciones: porque le envidiaba el sable y los entorchados de
oficial de milicias; porque, en Pascuas, había comido un pavo
entero, relleno de almendras y pasas, ganando una apuesta; porque,
cierta vez, sin duda con el ánimo de azotarla, agarró a una de las
mulatas que barrían la rotonda, llevándola en brazos a su
habitación. Marcial, oculto detrás de una cortina, la vio salir
poco después, llorosa y desabrochada, alegrándose del castigo, pues
era la que siempre vaciaba las fuentes de compota devueltas a la
alacena.
El
padre era un ser terrible y magnánimo al que debía amarse después
de Dios. Para Marcial era más Dios que Dios, porque sus dones eran
cotidianos y tangibles. Pero prefería el Dios del cielo, porque
fastidiaba menos.
X
Cuando
los muebles crecieron un poco más y Marcial supo como nadie lo que
había debajo de las camas, armarios y vargueños, ocultó a todos un
gran secreto: la vida no tenía encanto fuera de la presencia del
calesero Melchor. Ni Dios, ni su padre, ni el obispo dorado de las
procesiones del Corpus, eran tan importantes como Melchor.
Melchor
venía de muy lejos. Era nieto de príncipes vencidos. En su reino
había elefantes, hipopótamos, tigres y jirafas. Ahí los hombres no
trabajaban, como Don Abundio, en habitaciones obscuras, llenas de
legajos. Vivían de ser más astutos que los animales. Uno de ellos
sacó el gran cocodrilo del lago azul, ensartándolo con una pica
oculta en los cuerpos apretados de doce ocas asadas. Melchor sabía
canciones fáciles de aprender, porque las palabras no tenían
significado y se repetían mucho. Robaba dulces en las cocinas; se
escapaba, de noche, por la puerta de los cuadrerizos, y, cierta vez,
había apedreado a los de la guardia civil, desapareciendo luego en
las sombras de la calle de la Amargura.
En
días de lluvia, sus botas se ponían a secar junto al fogón de la
cocina. Marcial hubiese querido tener pies que llenaran tales botas.
La derecha se llamaba Calambín. La izquierda, Calambán. Aquel
hombre que dominaba los caballos cerreros con sólo encajarles dos
dedos en los belfos; aquel señor de terciopelos y espuelas, que
lucía chisteras tan altas, sabía también lo fresco que era un
suelo de mármol en verano, y ocultaba debajo de los muebles una
fruta o un pastel arrebatados a las bandejas destinadas al Gran
Salón. Marcial y Melchor tenían en común un depósito secreto de
grageas y almendras, que llamaban el "Urí, urí, urá",
con entendidas carcajadas. Ambos habían explorado la casa de arriba
abajo, siendo los únicos en saber que existía un pequeño sótano
lleno de frascos holandeses, debajo de las cuadras, y que en desván
inútil, encima de los cuartos de criadas, doce mariposas
polvorientas acababan de perder las alas en caja de cristales rotos.
XI
Cuando
Marcial adquirió el hábito de romper cosas, olvidó a Melchor para
acercarse a los perros. Había varios en la casa. El atigrado grande;
el podenco que arrastraba las tetas; el galgo, demasiado viejo para
jugar; el lanudo que los demás perseguían en épocas determinadas,
y que las camareras tenían que encerrar.
Marcial
prefería a Canelo porque sacaba zapatos de las habitaciones y
desenterraba los rosales del patio. Siempre negro de carbón o
cubierto de tierra roja, devoraba la comida de los demás, chillaba
sin motivo y ocultaba huesos robados al pie de la fuente. De vez en
cuando, también, vaciaba un huevo acabado de poner, arrojando la
gallina al aire con brusco palancazo del hocico. Todos daban de
patadas al Canelo. Pero Marcial se enfermaba cuando se lo llevaban. Y
el perro volvía triunfante, moviendo la cola, después de haber sido
abandonado más allá de la Casa de Beneficencia, recobrando un
puesto que los demás, con sus habilidades en la caza o desvelos en
la guardia, nunca ocuparían.
Canelo
y Marcial orinaban juntos. A veces escogían la alfombra persa del
salón, para dibujar en su lana formas de nubes pardas que se
ensanchaban lentamente. Eso costaba castigo de cintarazos.
Pero
los cintarazos no dolían tanto como creían las personas mayores.
Resultaban, en cambio, pretexto admirable para armar concertantes de
aullidos, y provocar la compasión de los vecinos. Cuando la bizca
del tejadillo calificaba a su padre de "bárbaro", Marcial
miraba a Canelo, riendo con los ojos. Lloraban un poco más, para
ganarse un bizcocho y todo quedaba olvidado. Ambos comían tierra, se
revolcaban al sol, bebían en la fuente de los peces, buscaban sombra
y perfume al pie de las albahacas. En horas de calor, los canteros
húmedos se llenaban de gente. Ahí estaba la gansa gris, con bolsa
colgante entre las patas zambas; el gallo viejo de culo pelado; la
lagartija que decía "urí, urá", sacándose del cuello
una corbata rosada; el triste jubo nacido en ciudad sin hembras; el
ratón que tapiaba su agujero con una semilla de carey. Un día
señalaron el perro a Marcial.
-¡Guau,
guau! -dijo.
Hablaba
su propio idioma. Había logrado la suprema libertad. Ya quería
alcanzar, con sus manos, objetos que estaban fuera del alcance de sus
manos.
XII
Hambre,
sed, calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su percepción a la
de estas realidades esenciales, renunció a la luz que ya le era
accesoria. Ignoraba su nombre. Retirado el bautismo, con su sal
desagradable, no quiso ya el olfato, ni el oído, ni siquiera la
vista. Sus manos rozaban formas placenteras. Era un ser totalmente
sensible y táctil. El universo le entraba por todos los poros.
Entonces cerró los ojos que sólo divisaban gigantes nebulosos y
penetró en un cuerpo caliente, húmedo, lleno de tinieblas, que
moría. El cuerpo, al sentirlo arrebozado con su propia sustancia,
resbaló hacia la vida.
Pero
ahora el tiempo corrió más pronto, adelgazando sus últimas horas.
Los minutos sonaban a glissando de naipes bajo el pulgar de un
jugador.
Las
aves volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron
la hueva, dejando una nevada de escamas en el fondo del estanque. Las
palmas doblaron las pencas, desapareciendo en la tierra como abanicos
cerrados. Los tallos sorbían sus hojas y el suelo tiraba de todo lo
que le perteneciera. El trueno retumbaba en los corredores. Crecían
pelos en la gamuza de los guantes. Las mantas de lana se destejían,
redondeando el vellón de carneros distantes. Los armarios, los
vargueños, las camas, los crucifijos, las mesas, las persianas,
salieron volando en la noche, buscando sus antiguas raíces al pie de
las selvas.
Todo
lo que tuviera clavos se desmoronaba. Un bergantín, anclado no se
sabía dónde, llevó presurosamente a Italia los mármoles del piso
y de la fuente. Las panoplias, los herrajes, las llaves, las cazuelas
de cobre, los bocados de las cuadras, se derretían, engrosando un
río de metal que galerías sin techo canalizaban hacia la tierra.
Todo se metamorfoseaba, regresando a la condición primera. El barro
volvió al barro, dejando un yermo en lugar de la casa.
XIII
Cuando
los obreros vinieron con el día para proseguir la demolición,
encontraron el trabajo acabado. Alguien se había llevado la estatua
de Ceres, vendida la víspera a un anticuario. Después de quejarse
al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos de un
parque municipal. Uno recordó entonces la historia, muy difuminada,
de una Marquesa de Capellanías, ahogada, en tarde de mayo, entre las
malangas del Almendares. Pero nadie prestaba atención al relato,
porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las horas que crecen
a la derecha de los relojes deben alargarse por la pereza, ya que son
las que más seguramente llevan a la muerte.
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Gabriel
García Márquez
(Colombia 1928)
(Colombia 1928)
Un señor muy viejo con unas alas enormes
Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.
— Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.
El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.
Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.
Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.
El
ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento.
El tiempo se le iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido
por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de
sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron
de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la
sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los
ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los
almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si
fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que
papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la
paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban
las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en
sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas
sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando
de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que
consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un
hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar
inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado,
despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio
un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de
gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía
de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido
de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo,
porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe
en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.
El
padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con
fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio
terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma
había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en
averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo
que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un
alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas
cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los
siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto término
a las tribulaciones del párroco.
Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros hombres.
Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros hombres.
Cuando
el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia
habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por
acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos
de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina.
Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a
pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la
casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una
desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía
comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que
andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las
cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una
manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo
entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirantes en
trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que
se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la
vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles
muertos.
Sin
embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció
mejor con los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el
rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios
de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y
duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo
percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos
cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que
nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las
estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla
para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió
en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y sorprendió al
ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que
abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a
punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que
resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró
ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por
él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas,
sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre
senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y
siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver,
porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto
imaginario en el horizonte del mar.
...............................................................
Mario
Benedetti
(Uruguay
1920-2009)
Pacto
de sangre
A
esta altura ya nadie me nombra por mi nombre: Octavio. Todos me
llaman abuelo. Incluida mi propia hija. Cuando uno tiene, como yo,
ochenta y cuatro años, qué más puede pedir. No pido nada. Fui y
sigo siendo orgulloso. Sin embargo, hace ya algunos años que me he
acostumbrado a estar en la mecedora o en la cama.
No
hablo. Los demás creen que no puedo hablar, incluso el médico lo
cree. Pero yo puedo hablar. Hablo por la noche, monologo,
naturalmente que en voz muy baja, para que no me oigan. Hablo nada
más que para asegurarme de que puedo. Total, ¿para qué?
Afortunadamente, puedo ir al baño por mí mismo, sin ayuda.
Esos
siete pasos que me separan del lavabo o del inodoro, aún puedo
darlos. Ducharme no. Eso no podría hacerlo sin ayuda, pero para mi
higiene general viene una vez por semana (me gustaría que fuese más
frecuente, pero al parecer sale muy caro) el enfermero y me baña en
la cama. No lo hace mal. Lo dejo hacer, qué más remedio. Es más
cómodo y además tiene una técnica excelente. Cuando al final me
pasa una toalla húmeda y fría por los testículos, siento que eso
me hace bien, salvo en pleno invierno. Me hace bien, aunque, claro,
ya nadie puede resucitar al muerto. A veces, cuando voy al baño,
miro en el espejo mis vergüenzas y nunca mejor aplicado el término.
Mis vergüenzas. Unas barbas de chivo, eso son. Pero confieso que la
toalla fría del enfermero hace que me sienta mejor. Es lo más
parecido al «baño vital» que me recomendó un naturista hace unos
sesenta años. Era (él, no yo) un viejito, flaco y totalmente
canoso, con una mirada pálida pero sabihonda y una voz neutra y sin
embargo afable. Me hizo sentar frente a él, me dio un vistazo que no
duró más de un minuto, y de inmediato empezó a escribir a máquina,
una vieja Remington que parecía un tranvía. Era mi ficha de nuevo
paciente. A medida que escribía, iba diciendo el texto en voz alta,
probablemente para comprobar si yo pretendía refutarlo. Era
increíble. Todo lo que iba diciendo era rigurosamente cierto. Dos
veces sarampión, una vez rubéola y otra escarlatina, difteria,
tifus, de niño hizo mucha gimnasia, menos mal porque si no hoy
tendría problemas respiratorios; várices prematuras, hernia
inguinal reabsorbida, buena dentadura, etcétera. Hasta ese día no
me había dado cuenta de que era poseedor de tantas taras juntas.
Pero gracias a aquel tipo y sus consejos, de a poco fui mejorando. Lo
malo vino después, con años y más años. Años. No hay naturista
ni matasanos que te los quite. Ahora que debo quedarme todo el tiempo
quieto y callado (quieto, por obligación; callado, por vocación),
mi diversión es recorrer mi vida, buscar y rebuscar algún detalle
que creía olvidado y sin embargo estaba oculto en algún recoveco de
la memoria. Con mis ojos casi siempre llorosos (no de llanto sino de
vejez) veo y recorro las palmas de mis manos. Ya no conservan el
recuerdo táctil de las mujeres que acaricié, pero en la mente sí
las tengo, puedo recorrer sus cuerpos como quien pasa una película y
detener la cámara a mi gusto para fijarme en un cuello (¿será el
de Ana?) que siempre me conmovió, en unos pechos (¿serán los de
Luisa?) que durante un año entero me hicieron creer en Dios, en una
cintura (¿será la de Carmen?) que reclamaba mis brazos que entonces
eran fuertes, en cierto pubis de musgo rubio al que yo llamaba mi
vellocino de oro (¿será el de Ema?) que aparecía tanto en mis
ensueños (matorral de lujuria) como en mis pesadillas (suerte de
Moloch que me tragaba para siempre). Es curioso, a menudo me acuerdo
de partículas de cuerpo y no de los rostros o los nombres. Sin
embargo, otras veces recuerdo un nombre y no tengo idea de a qué
cuerpo correspondía. ¿Dónde estarán esas mujeres? ¿Seguirán
vivas? ¿Las llamarán abuelas, sólo abuelas, y no habrá nadie que
las llame por sus nombres? La vejez nos sumerge en una suerte de
anonimato. En España dicen, o decían, los diarios: murió un
anciano de sesenta años. Los cretinos. ¿Qué categoría reservan
entonces para nosotros, octogenarios pecadores? ¿Escombros? ¿Ruinas?
¿Esperpentos? Cuando yo tenía sesenta era cualquier cosa menos un
anciano. En la playa jugaba a la paleta con los amigos de mis hijos y
les ganaba cómodamente. En la cama, si la interlocutora cumplía
dignamente su parte en el diálogo corporal, yo cumplía cabalmente
con la mía. En el trabajo no diré que era el primero pero sí que
integraba el pelotón. Supe divertirme, eso sí, sin agraviar a
Teresa. He ahí un nombre que recuerdo junto a su cuerpo. Claro que
es el de mi mujer. Estuvimos tantas veces juntos, en el dolor pero
sobre todo en el placer. Ella, mientras pudo, supo cómo hacerlo.
Puede ser que se imaginara que yo tenía mis cosas por ahí, pero
jamás me hizo una escena de celos, esas porquerías que corroen la
convivencia.
Como
contrapartida, cuidé siempre de no agraviarla, de no avergonzarla,
de no dejarla en ridículo (primera obligación de un buen marido),
porque eso sí es algo que no se perdona. La quise bien, claro que
con un amor distinto. Era de alguna manera mi complemento, y también
el colchón de mis broncas. Suficiente. Le hice tres varones y una
hembra. Suficiente. El ataque de asma que se la llevó fue el prólogo
de mi infarto. Sesenta y ocho tenía, y yo setenta. O sea que hace
catorce años. No son tantos. Ahí empezó mi marea baja. Y sigue.
¿Con quién voy a hablar? Me consta que para mi hija y para mi yerno
soy un peso muerto. No diré que no me quieren, pero tal vez sea de
la manera como se puede querer a un mueble de anticuario o a un reloj
de cuco o (en estos tiempos) a un horno de misar. No digo que eso sea
injusto. Sólo quiero que me dejen pensar. Viene mi hija por la
mañana temprano y no me dice qué tal papá sino qué tal abuelo,
como si no proviniera de mi prehistórico espermatozoide. Viene mi
yerno al mediodía y dice qué tal abuelo. En él no es una errata
sino una muestra de afecto, que aprecio como corresponde, ya que él
procede de otro espermatozoide, italiano tal vez puesto que se llama
Aldo Cagnoli. Qué bien, me acordé del nombre completo. A una y a
otro les respondo siempre con una sonrisa, un cabeceo conformista y
una mirada, lacrimosa como de costumbre, pero inteligente. Esto me lo
estoy diciendo a mí mismo, de modo que no es vanidad ni presunción
ni coquetería senil, algo que hoy se lleva mucho. Digo inteligente,
sencillamente porque es así. También tengo la impresión de que
ellos agradecen al Señor de que yo no pueda hablar (eso se creen).
Imagino que se imaginan: cuánta cháchara de viejo nos estamos
ahorrando. Y sin embargo, bien que se lo pierden. Porque sé que
podría narrarles cosas interesantes, recuerdos que son historia. Qué
saben ellos de las dos guerras mundiales, de los primeros Ford a
bigote, de los olímpicos de Colombes, de la muerte de Batlle y
Ordóñez, de la despedida a Rodó cuando se fue a Italia, de los
festejos cuando el Centenario. Como esto lo converso sólo conmigo,
no tengo por qué respetar el orden cronológico, menos mal. Qué
saben, ¿eh? Sólo una noticia, o una nota al pie de página, o una
mención en la perorata de un político. Nada más. Pero el ambiente,
la gente en las calles, la tristeza o el regocijo en los rostros, el
sol o la lluvia sobre las multitudes, el techo de paraguas en la
Plaza Cagancha cuando Uruguay le ganó tres a dos a Italia en las
semifinales de Amsterdam y el relato del partido no venía como ahora
por satélite sino por telegramas (Carga uruguaya; Italia cede
córner; los italianos presionan sobre la valla defendida por Mazali;
Scarone tira desviado, etc.) Nada saben y se lo pierden. Cuando mi
hija viene y me dice qué tal abuelo, yo debería decirle te acordás
de cuando venías a llorar en mis rodillas porque el hijo del vecino
te había dicho che negrita y vos creías que era un insulto ya que
te sabías blanca, y yo te explicaba que el hijo del vecino te decía
eso porque tenías el pelo oscuro, pero que además, de haber sido
negrita, eso no habría significado nada vergonzoso porque los
negros, salvo en su piel, son iguales a nosotros y pueden ser tan
buenos o tan malos como los blanquísimos. Y vos dejabas de llorar en
mis rodillas (los pantalones quedaban mojados, pero yo te decía no
te preocupes, m'hijita, las lágrimas no manchan) y salías de nuevo
a jugar con los otros niños y al hijo del vecino lo sumías en un
desconcierto vitalicio cuando le decías, con todo el desprecio de
tus siete años: che blanquito. Podría recordarte eso, pero para
qué. Tal vez dirías, ay abuelo, con qué pavadas me venís ahora, a
lo mejor no lo decías, pero no quiero arriesgarme a ese bochorno. No
son pavadas, Teresita (te llamas como tu madre, se ve que la
imaginación no nos sobraba), yo te enseñé algunas cosas y tu madre
también. Pero por qué cuando hablás de ella decías, entonces
vivía mamá, y a mí en cambio me preguntás qué tal, abuelo. A lo
mejor, si me hubiera muerto antes que ella, hoy dirías, cuando vivía
papá. La cosa es que, para bien o para mal, papá vive, no habla
pero piensa, no habla pero siente.
El
único que con todo derecho me dice abuelo es, por supuesto, mi
nieto, que se llama Octavio como yo (al parecer, tampoco a mi hija y
a mi yerno les sobraba imaginación). Ahí está la clave. Cuando le
digo Octavio. Le digo. Porque con mi nieto es con el único ser
humano con el que hablo, además de conmigo mismo, claro. Esto empezó
hace un año, cuando Octavio tenía siete. Una vez yo estaba con los
ojos cerrados y, creyéndome solo, dije en voz no muy alta pero
audible, carajo, me duele el riñón. Pero no estaba solo. Sin que yo
lo advirtiera había entrado mi nieto. Pero abuelo, estás hablando,
dijo con un asombro alegre que me conmovió. Le pregunté si había
alguien en la casa y como dijo que no, que no había nadie, le
propuse un convenio. Por un lado él mantenía el secreto de que yo
podía hablar, y por otro, yo le contaría cuentos que nadie sabía.
Está bien, dijo, pero tenemos que sellarlo con sangre. Salió y
volvió casi enseguida con una hoja de afeitar, un frasco de alcohol
y un paquete de algodón. Se las arregla muy bien y además conoce
esos trámites desde que le dieron toda una serie de inyecciones con
una vacuna contra la alergia. Con toda tranquilidad me hizo un tajito
minúsculo y él se hizo otro, ambos en las muñecas, suficientes
como para que salieran unas gotas de sangre, luego juntamos nuestras
heridas mínimas y nos abrazamos. Octavio humedeció el algodón con
un poco de alcohol, lo apoyó en ambas señales secretas hasta que no
salió más sangre y salió corriendo a dejar todo su instrumental en
el botiquín. Desde entonces, y siempre que quedamos solos en casa,
algo que ocurre con frecuencia, él viene a que, en cumplimiento del
pacto, le cuente cuentos desconocidos, inéditos. Cuando salen mi
hija y mi yerno, le dicen a ver si cuidás al abuelo, y él responde
que sí, con un gestito de fastidio para disimular, pero enseguida me
hace un guiño cómplice, y no bien se escucha el portazo que
garantiza nuestra intimidad, trae una silla, la coloca junto a mi
mecedora o a mi cama y se queda a la espera de mis cuentos, que, como
exigencia irrenunciable de nuestro pacto de sangre, deben ser
totalmente nuevos. Y ahí viene mi problema, porque buena parte del
día me la paso con los ojos cerrados, como si durmiera, pero en
realidad pergeñando el próximo cuento y cuidando hasta los mínimos
detalles, ya que si en un cuento anterior el zorro se había
lastimado una pata en una trampa y ahora anda corriendo en busca de
gallinas, Octavio de inmediato me hace notar que aún no tuvo tiempo
de curarse y entonces debo improvisar una fe de erratas oral y donde
dije corre debe decir renquea. Y si el viejo brujo de la montaña se
había quedado calvo por el esfuerzo de azotar diariamente a los
gnomos del bosque y en un cuento posterior se peinaba mirándose en
la laguna, Octavio enseguida observa, pero cómo, ¿no era calvo? Y
ahí puedo salir un poco mejor del atolladero, ya que el brujo, por
el mero hecho de ser brujo, puede, mediante un ensalmo, recuperar el
pelo. Y el nieto pregunta si se da el caso que él quede pelado,
también podrá recuperar el pelo. Vos no, lo desengaño, porque no
sos ni serás brujo. Y él dice qué lástima y tiene un poco de
razón, porque si yo hubiera sido brujo también me habría hecho
crecer el pelo que perdí sin remedio antes de los cincuenta.
No
soy yo el único que narra, también él me cuenta lo que ocurre en
el colegio, en la calle, en la televisión, en el estadio. Es hincha
de Danubio y se asombra de que yo sea de Wanderers. Trato de hacer
proselitismo, pero evidentemente no hay nadie capaz de convertirlo en
tránsfuga. Entonces le cuento viejos partidos o jugadas célebres,
como cuando Piendibeni le hizo el célebre gol al divino Zamora, o
cuando el manco Castro usaba con alevosía su muñón en el área
penal, o cuando el flaco García mantuvo invicta su valla (claro que
los backs eran nada menos que Nazassi y Domingos da Guía) durante
una rueda y media, o cuando Ghiggia hizo el gol de la victoria en
Maracaná, o cuando o cuando o cuando, y él me escucha como a un
oráculo y yo pienso qué suerte todavía puedo hablar para crear
este asombro suyo y este placer mío. La verdad es que no recuerdo
cómo eran mis hijos cuando tenían la edad que hoy tiene Octavio. El
mayor murió. ¿Cuánto hace que murió Simón? Fue después de lo de
Teresa. Al fin y al cabo ¿qué importa la fecha? Murió y se acabó.
No tuvo hijos, creo, ¿o los habré olvidado? Nunca estoy seguro de
mis lagunas, que a veces son océanos. El segundo, Braulio, sí los
tuvo, pero todos están en Denver, ¿qué habrá ido a hacer allí?
La verdad es que no recuerdo. A veces manda fotos, tomadas con su
encantadora Polaroid, o alguna postal, con un abrazo para el Viejo.
Soy yo. Él no me dice abuelo, me dice Viejo. Me cago en la
diferencia. Reconozco que una vez me mandó una radio a transistores.
Todavía la tengo y a veces la oigo. Pero a menudo se queda sin pilas
y tendría que pedirlas. Pero no pido nada. Nunca pido nada.
Reconozco que soy un orgulloso de mierda, pero a esta altura no voy a
reeducarme, ¿no es cierto? Total, el que me jodo soy yo, porque si
la radio tuviera simples pilas, podría escuchar alguno que otro
partido, no muchos porque los locutores en general me cansan con su
entusiasmo fingido y sus fallas de sintaxis. También podría
escuchar el Sodre cuando pasan música clásica, que es la única que
digiero. La alegría que tuve aquella tarde en que pude escuchar el
Septimino. Lo tenía en disco, hace tiempo, vaya a saber dónde está.
Quizá lo de las pilas podría solucionarse, sin mengua de mi podrido
orgullo, diciéndoselo a mi nieto, para que éste, en cumplimiento de
nuestro pacto de sangre y guardando siempre nuestro secreto, le
dijera a mi hija, mirá la radio del abuelo, está sin pilas, y
entonces lo mandaran a la ferretería de la esquina para que me las
trajera. Con eso alcanza. Yo las sé colocar, aunque a veces las
pongo al revés y la radio no funciona. En alguna ocasión me ha
llevado un buen cuarto de hora hallar la posición adecuada para las
cuatro de 1,5 voltios, pero igual me sirve para entretenerme un poco.
¿Qué más puedo hacer? Leer, ya no puedo. Televisión, tampoco.
Pero escuchar la radio o cambiarle las pilas, sí. Mi tercer hijo se
llama Diego y está en Europa, enseña en Zurich, me parece, sabe
alemán y todo. Tiene dos hijas que también saben alemán, pero en
cambio no saben español. Qué cagada, ¿verdad? Diego es menos
escribidor que Braille, y eso que su especialidad es la literatura,
pero, naturalmente, la literatura suiza. Para las navidades manda
también su tarjeta, en la que las niñas ponen sus saludos pero en
alemán. Yo no sé alemán, apenas un poco de inglés para defenderme
en correspondencia comercial, de la que yo mismo me encargaba cuando
era gerente de La Mercantil del Sur, Importaciones y Exportaciones.
Digamos, frasecitas como "I acknowledge receipt of your kind
letter", o "Very truly yours", lo suficiente para que
los de allá puedan contestar "Dear sirs", o "Gentlemen".
También ese hijo menor a veces me manda algún regalito, verbigracia
un llavero suizo de 18 quilates. En esa ocasión sonreí, como
diciendo qué lindo, pero en realidad pensando qué boludo, para qué
quiero yo un llavero de oro 18, si estoy aquí semipostrado. De modo
que mis contactos con el mundo se reducen a mi hija, cuando entra y
me dice qué tal abuelo, a mi yerno cuando ídem, de vez en cuando al
médico, al enfermero cuando viene a lavar mis pelotas ya jubiladas,
y también el resto de este cuerpo del delito. Bueno, y sobre todo,
está mi nieto, que creo es lo único que me mantiene vivo. Es decir,
me mantenía. Porque ayer por la mañana vino y me besó y me dijo
abuelo, me voy por quince días a Denver con el tío Braille, ya que
saqué buenas notas y me gané estas vacaciones. Yo no podía hablar
(y no sé si hubiera podido, porque tenía un nudo en la garganta) ya
que también estaban en la habitación mi hija y mi yerno y ni yo ni
mi nieto íbamos a violar nuestro pacto de sangre. Así que le
devolví el beso, le apreté la mano, puse un instante mi muñeca
junto a la suya como testimonio de lo que ambos sabíamos, y sé que
él entendió perfectamente cuánto lo iba a extrañar ya que no iba
a tener a quién contarle cuentos inéditos. Y se fueron. Pero tres o
cuatro horas más tarde volvió a entrar Aldo, y me dijo mire,
abuelo, que Octavio no se fue por quince días sino por un año y tal
vez más, queremos que se eduque en los Estados Unidos, así aprende
desde niño el idioma y tendrá una formación que va a servirle de
mucho. Él no se lo dijo porque tampoco lo sabía. No queríamos que
empezara a llorar, porque él lo quiere mucho, abuelo, siempre me lo
dice, y yo sé que usted también lo quiere, ¿no es así? Se lo
vamos a decir por carta, aunque mi cuñado lo va a ir preparando. Ah,
y otra cosa. Cuando ya se había despedido de nosotros, volvió atrás
y me dijo, dale un beso al abuelo y que sepa que estoy cumpliendo
nuestro pacto. Y salió corriendo. ¿Qué pacto es ese, abuelo? Cerré
los ojos por pudor, aunque como siempre lagrimeo, nadie sabe nunca
cuándo son lágrimas de veras, e hice un gesto con la mano como
diciendo: cosas de niños. Él se quedó tranquilo y me abandonó, me
dejó a solas con mi abandono, porque ahora sí que no tengo a nadie,
y tampoco a nadie con quién hablar. Me tomó de sorpresa todo esto.
Pero quizá sea lo mejor. Porque ahora sí tengo ganas de morir. Como
corresponde a un despojo de ochenta y cuatro años. A mi edad no es
bueno tener ganas de vivir, porque la muerte viene de todos modos y a
uno lo toma de sorpresa. A mí no.
Ahora
tengo ganas de irme, llevándome todo ese mundo que tengo en mi
cabeza y los diez o doce cuentos que ya tenía preparados para
Octavio, mi nieto. No voy a suicidarme (¿con qué?), pero no hay
nada más seguro que querer morir. Eso siempre lo supe. Uno muere
cuando realmente quiere morir. Será mañana o pasado. No mucho más.
Nadie lo sabrá. Ni el médico (¿acaso se dio cuenta alguna vez de
que yo podía hablar?) ni el enfermero ni Teresita ni Aldo. Sólo se
darán cuenta cuando falten cinco minutos. A lo mejor Teresita dice
entonces papá, pero ya será tarde. Y yo en cambio no diré chau,
apenas adiosito con la última mirada. No diré ni chau, para que
alguna vez se entere Octavio, mi nieto, de que ni siquiera en ese
instante peliagudo violé nuestro pacto de sangre. Y me iré con mis
cuentos a otra parte. O a ninguna
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Guillermo Cabrera Infante
(Cuba 1929 - Londres 2005)
Marilyn, La Flor Exótica
Conocía
a Marilyn Monroe mucho antes de ser Marilyn Monroe”, me dijo Sam
Shaw. “Ocurrió en la filmación de Viva Zapata!”. Sam Shaw fue
el fotógrafo que hizo famosa a Marilyn con una sola foto y, con
ella, se hizo famoso él mismo. Sam fue un gran fotógrafo (y no sólo
de estrellas), pero era mejor persona: uno de los hombres más buenos
y generosos que he conocido –un verdadero Uncle Sam. Ya Marilyn
Monroe había hecho Los años peligrosos (muchos lo fueron
para ella) y estaba por filmar La jungla de asfalto, donde
algunos la notaron más a ella que a la principal Jean Hagen. “Todos
dicen que fue hecha por los estudios. Marilyn se hizo a sí misma”,
me dijo Sam. “La operación plástica en su nariz fue idea suya.
Ella no fue Kim Novak, inventada por la Columbia y su mandamás Harry
Cohn”.
Pero
The Asphalt Jungle fue producida por la Metro. Como curiosa
simetría esta película fue dirigida por John Huston, quien la
dirigió en su última aparición, Vidas rebeldes, cuyo título
en inglés, The Misfits (Los contrahechos, en
traducción literal), se podía muy bien aplicar a ella tanto como a
su protagonista Montgomery Clift. Marilyn, según dijo Billy Wilder
que la conocía bien, “era una original”. Lo que ella creía que
lo debía a sus maestros Lee Strassberg y señora, sólo lo debía a
su afán de llegar a ser una actriz seria. (¡Por favor!) “Marilyn”,
según decía Billy Wilder, “era una gran comedianta pero una pobre
actriz dramática”.
Esa
filmación de Viva Zapata! la reunió con Sam Shaw. Sam había
ido a fotografiar no sólo a Marlon Brando sino también a Anthony
Quinn, que era su amigo íntimo. “Ella”, decía Sam, “resultaba
un poco, cómo decirlo, desmesurada”. Para ser como había sido
hasta hace poco modelo de fotografías sus tetas se salían de las
blusas y su culo era enorme. Después cuando le llegó la fama lo
exhibía y lo movía y lo mostraba orgullosa. Marilyn no era deforme,
sino todo lo contrario: muy bien formada, pero ella creaba lo que se
dice el canon de la rubia que era demasiado. Tenía razón Sam.
Marilyn Monroe pronto tuvo imitadoras. La más famosa y bella y
misteriosa (mientras Marilyn era toda ella evidente) fue, por
supuesto, Kim Novak. Pero esa es, de veras, otra historia.
Además
la forma de caminar de Marilyn como si estuviera muy segura de sus
piernas pero no sabía caminar con tacones se hizo evidente en
Niagara. Luego todas las actrices de Hollywood que vinieron
después, rubias o no, intentarían caminar como ella. “Pero
Marilyn”, decía Sam, “fue el artículo genuino”. El artículo
femenino, añado yo. Su persona, en el sentido de máscara, era toda
suya, hasta la voz entre susurrante y sugestiva. Además Marilyn
tenía un agudo sentido del humor, demostrado aun en esa
manifestación impresa de la fama, la entrevista –que ella decía
odiar. Un periodista le preguntó qué se ponía para dormir y ella
susurró: “La radio”. En otra ocasión le preguntaron cómo se
vestía para acostarse y ella dijo: “Solamente Chanel número 5”.
Su franqueza llegaba hasta la intimidad de su profesión. Durante la
filmación de Bus Stop le dijeron que la llamaba a su oficina
un rijoso jerarca y al acudir a la cita ella comentó a sus íntimos,
“no se vayan, que vuelvo en seguida. Él no dura más de cinco
minutos”.
La
publicidad de Niagara llegó a compararla con la famosa caída
de agua: MM “era un espectáculo natural”. Sólo que Marilyn
aparecía en vibrantes colores y añadía a su melena rubia un
vestido tan apretado que hace falta un topólogo para describirla.
Es
precisamente en La tentación vive arriba en que Marilyn se
convierte en la Monroe, diciendo cosas como aquella explicación de
por qué guarda sus panties en la nevera, “es por la calor”, dice
ella feminista y Jacinto Benavente le explica: “Es que el calor es
masculino”. Aquí hay otras revelaciones que muestran el carácter
y la compasión de Marilyn. Al salir de ver, acompañada por el
triple feo de Tom Ewell, El monstruo de la Laguna Negra, se
compadece de la suerte del monstruo “tan solo como está sin
ninguna compañía”. (Como mi nieto Jacobito a quien le exhibí un
video de King Kong y al acabar suspiró: “El pobre mono!”).
Entrando en calor en la calle Marilyn tiene un encuentro memorable
con el aparato de ventilación del subway, que expira un aire
tibio como la noche. La Monroe lo encuentra delicioso (nosotros
también) y se baña en esta invertida ducha seca, que le alza la
falda para revelar sus piernas perfectas y Ewell y el espectador
comprueban que ha sacado sus pantaloncitos, por lo menos, del
refrigerador. Esta revelación de sus partes por el aire que sopla un
Eolo subterráneo, nos convierte a todos en mirones deleitados.
También muestra que Marilyn siempre está sofocada –cuando no está
fogosa. Como en Luces de Candilejas que se deja llevar por el
viento (bochornoso por partida doble) cantando A Tropical Heat
Wave, una ola de calor tropical, y más aún: ella queda en la
zona tórrida. En Cómo casarse con un millonario está más
refrescada, pero todavía tiene sofocos y aunque todos la miramos,
ella no nos ve. O no nos ve bien: es una cegata que, al negarse a
usar gafas, comete todos los gafes –y de paso enamora a más de
uno. (Entre ellos el espectador convertido en mirón). No es la
pícara puritana sino la inocente que nos hace a todos culpables de
escoptofilia, enfermedad muchas veces mortal –como Diana cazadora.
Es la diosa a quien Norman Mailer llamó “el ángel dulce del
sexo”. Pero ella es Diana convertida por sus flechazos en Cupido.
La Monroe está en nuestra mitología pero es más que un mito: es un
icono.
Sam
Shaw fue el culpable de haber convertido a Marilyn Monroe en mito y a
la vez propagador del mito en la iconografía del siglo XX. Fue Sam
el creador de Marilyn como imago mundi (la imagen del mundo) o
por lo menos propagó su doble. Una réplica de veinte metros de
altura colgaba ese verano fogoso por encima de los paseantes en Times
Square, y se veía todavía en el septiembre ardiente cuando trató
de calmarse la canícula con el aire acondicionado que no todos –como
se ve en La tentación vive arriba– tenían en su casa.
Hoy
Marilyn Monroe está muerta y Sam Shaw también, pero siempre
tendremos la imagen en que ambos coincidieron una tarde de verano en
Manhattan. Lo que Marilyn ofreció fue una pose, pero Sam Shaw la
hizo, con su modestia de siempre, imperecedera. Ustedes como los
voiyeurs
de ayer podrán verla inmarcesible. Si se mira bien se podrá
discernir, entre el dulce viento y la amarga victoria del olvido, que
Marilyn parece una flor exótica. Lo era cuando estaba viva, lo es
todavía en su imagen: en la imagen que reveló Sam Shaw
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Augusto
Monterroso
(Honduras
1921-2003)
Sinfonía
concluida
-Yo
podría contar -terció el gordo atropelladamente- que hace tres años
en Guatemala un viejito organista de una iglesia de barrio me refirió
que por 1929 cuando le encargaron clasificar los papeles de música
de La Merced se encontró de pronto unas hojas raras que intrigado se
puso a estudiar con el cariño de siempre y que como las acotaciones
estuvieran escritas en alemán le costó bastante darse cuenta de que
se trataba de los dos movimientos finales de la Sinfonía inconclusa
así que ya podía yo imaginar su emoción al ver bien clara la firma
de Schubert y que cuando muy agitado salió corriendo a la calle a
comunicar a los demás su descubrimiento todos dijeron riéndose que
se había vuelto loco y que si quería tomarles el pelo pero que como
él dominaba su arte y sabía con certeza que los dos movimientos
eran tan excelentes como los primeros no se arredró y antes bien
juró consagrar el resto de su vida a obligarlos a confesar la
validez del hallazgo por lo que de ahí en adelante se dedicó a ver
metódicamente a cuanto músico existía en Guatemala con tan mal
resultado que después de pelearse con la mayoría de ellos sin decir
nada a nadie y mucho menos a su mujer vendió su casa para
trasladarse a Europa y que una vez en Viena pues peor porque no iba a
ir decían un Leiermann*
guatemalteco a enseñarles a localizar obras perdidas y mucho menos
de Schubert cuyos especialistas llenaban la ciudad y que qué tenían
que haber ido a hacer esos papeles tan lejos hasta que estando ya
casi desesperado y sólo con el dinero del pasaje de regreso conoció
a una familia de viejitos judíos que habían vivido en Buenos Aires
y hablaban español los que lo atendieron muy bien y se pusieron
nerviosísimos cuando tocaron como Dios les dio a entender en su
piano en su viola y en su violín los dos movimientos y quienes
finalmente cansados de examinar los papeles por todos lados y de
olerlos y de mirarlos al trasluz por una ventana se vieron obligados
a admitir primero en voz baja y después a gritos ¡son de Schubert
son de Schubert! y se echaron a llorar con desconsuelo cada uno sobre
el hombro del otro como si en lugar de haberlos recuperado los
papeles se hubieran perdido en ese momento y que yo me asombrara de
que todavía llorando si bien ya más calmados y luego de hablar
aparte entre sí y en su idioma trataron de convencerlo frotándose
las manos de que los movimientos a pesar de ser tan buenos no añadían
nada al mérito de la sinfonía tal como ésta se hallaba y por el
contrario podía decirse que se lo quitaban pues la gente se había
acostumbrado a la leyenda de que Schubert los rompió o no los
intentó siquiera seguro de que jamás lograría superar o igualar la
calidad de los dos primeros y que la gracia consistía en pensar si
así son el allegro y el andante cómo serán el scherzo y el allegro
ma non troppo y que si él respetaba y amaba de veras la memoria de
Schubert lo más inteligente era que les permitiera guardar aquella
música porque además de que se iba a entablar una polémica
interminable el único que saldría perdiendo sería Schubert y que
entonces convencido de que nunca conseguiría nada entre los
filisteos ni menos aún con los admiradores de Schubert que eran
peores se embarcó de vuelta a Guatemala y que durante la travesía
una noche en tanto la luz de la luna daba de lleno sobre el espumoso
costado del barco con la más profunda melancolía y harto de luchar
con los malos y con los buenos tomó los manuscritos y los desgarró
uno a uno y tiró los pedazos por la borda hasta no estar bien cierto
de que ya nunca nadie los encontraría de nuevo al mismo tiempo
-finalizó el gordo con cierto tono de afectada tristeza- que gruesas
lágrimas quemaban sus mejillas y mientras pensaba con amargura que
ni él ni su patria podrían reclamar la gloria de haber devuelto al
mundo unas páginas que el mundo hubiera recibido con tanta alegría
pero que el mundo con tanto sentido común rechazaba.
.........................................................
Álvaro
Mutis
(
Colombia 1923)
Sharaya
Sharaya,
el Santón de Jandripur, permanecía desde tiempos muy lejanos
sentado a la orilla de la carretera, a la salida de la aldea. Allí
recibía las escasas limosnas y las cada vez más raras oraciones de
los aldeanos. Su cuerpo se había cubierto de una costra gris y su
pelo colgaba en grasientas greñas por las que caminaban los
insectos. Sus huesos, forrados por la piel, formaban ángulos oscuros
e imposibles que daban a la inmóvil figura un aire pétreo y
estatuario que en mucho contribuyera al olvido en que lo tenían las
gentes del lugar. Sólo los viejos recordaban aún, entre la niebla
de sus mocedades, la llegada del esbelto Santón, entonces con cierto
aire mundano y dueño de una locuacidad en materias religiosas que
fue perdiendo a medida que ganaba mayores y más vastos dominios en
su tarea de meditación al pie del camino.
A
pesar del poco o ningún caso que le hacían ahora los habitantes de
la aldea, y tal vez gracias a ello, Sharaya era un atento observador
de la vida circundante y conocía como pocos las intrincadas y
mezquinas historias que se tejían y borraban en el pueblo al paso de
los años.
Sus
ojos adquirieron una dulce fijeza de bestia doméstica que las gentes
confundían con la mansedumbre de la imbecilidad y que los prudentes
reconocían como reveladora de la luminosa y total percepción de los
más hondos secretos del ser.
Tal
era Sharaya, el Santón de Jandripur en el Distrito de Lahore.
La
noche que antecedió a su último día fue una noche de lluvia y el
río bajó de las montañas crecido, bramando como una bestia
enferma, pero de inagotable energía.
Gruesas
gotas han resbalado toda la noche sobre la piel del parasol que
instalaron las mujeres cuando la gran sequía. Golpea la lluvia como
un aviso, como una señal preparada en otro mundo. Nunca había
sonado así sobre el tenso pellejo de antílope. Algo me dice y algo
en mí ha entendido el insistente mensaje. Se ha formado un gran
charco, con el agua que escurre por la blanda cúpula que cree
protegerme. Muy pronto se secará porque se acerca una jornada de
calor. Comienza el vaho a subir de la tierra y las serpientes a
esconderse en sus nidos anegados. En lo alto una cometa sube en
torpes cabezadas. Amarilla. Un canto de mujer asciende a purificar la
mañana como un lienzo de olvido. Uno sostiene el hilo, el otro me
mira largamente y con sorpresa. Me descubre, entro en su infancia.
Soy un hito y nazco a una nueva vida. En sus ojos miedo, miedo y
compasión. No sabe si soy bestia u hombre. Con un pequeño bambú me
busca el dolor y no lo encuentra. Corre hacia el otro, que lo aleja
sin volver a mirarme. El Santón de Jandripur. Hace mucho tiempo.
Ahora otra cosa y muchas cosas: un Santón, entre ellas. La vastedad
de mis dominios se ha extendido hasta el curvo horizonte sin
principio ni fin. Vuelve. Extiende su mano hasta tocarme, sin el
bastoncillo que lo protegía. Lejano como una estrella o tan cerca
como algo que sueño. Es igual. Lo llama su compañero. Cae la
cometa, lentamente, buscando su muerte, naciendo. Los árboles la
ocultan. Cae al río donde la espera un largo viaje hasta cuando se
deslía el papel. Entonces, el esqueleto irá hasta el mar y allí
bajará a las profundidades. A su alrededor reconstruirán los
corales y las ostras la sólida sombra de su antigua forma y en ella
dejarán los peces sus huevos y los cangrejos taparán a sus crías
con arena. Irán a morir allí las grandes mantas y sobre sus
cadáveres los peces fosforescentes cavarán sus madrigueras de
blanda materia en transformación. Un pequeño desorden se hará al
paso de las corrientes submarinas y muchos siglos después el breve
remolino surgirá a la superficie y luego todo volverá a ser como
antes. Un tiempo sin cauce como un grito sin voz en el blanco vacío
de la nada. Le llaman vida, presos en sus propias fronteras
ilusorias. La mañana se anuncia con este camión. Dos más. Anoche
pasaron varios. Soldados de las montañas. Cabecean trasnochados,
sostenidos en sus fusiles. No pasa. Se atasca en el lodo de la
orilla. El motor gira locamente, ruge con furia, se detienen, vuelve
a gemir. Cortan ramas. Vienen otros. Tanques; siete. Lo empujan.
Pasa. Gritos. Pobres gritos de rabia contra el agua, contra el barro.
Ahora cantan. Cantan el desastre, cantan su sangre, sus mujeres, sus
hijos, cantan sus vacas esqueléticas. La gran madre paridora. Mueren
de muerte de vida de soldado obediente a la tumba. Campesinos,
tejedores, herreros, actores, acólitos del templo, estudiantes,
letrados, ladrones, hijos de funcionarios, hombres de las máquinas,
hombres del arroz, hombres de los caminos. Se llaman igual, sus
rostros son iguales, su muerte es la misma. Desde lejos viene el
silencio como una gran red de otro mundo. Los insectos comienzan a
despertar. Era una serpiente entre las hojas. La misma, tal vez, que
pasó anoche por entre mis piernas. Agua y sangre en frías escamas
articuladas. La madre de todos recorre sus dominios, y de sus viejos
colmillos mana la leche letal de los milenios. Los deudos venían a
menudo para preguntarme la razón de su duelo, mientras el humo de la
pira alzaba su sucia tienda en el cielo. Pero ya entonces hacía
mucho tiempo que la palabra me fuera inútil y nada hubiera podido
decirles. De todas maneras ya lo sabían, pero en otra forma, como
sabe la sangre su camino, ciegamente, inútilmente. Temen a la muerte
y después descansan en ella y se suman a su fecunda tarea y bajan en
cenizas por el río, dejando la tufarada agria de nueva vida,
alimento y abono de otros mundos. Huyó tras la maleza. Siente los
pasos antes que todos. Hombres de la aldea con sus carretas. Todo se
lo llevan. El gran lecho matrimonial regalo de los misioneros. Falso
oro chillón y oxidado de sus copulaciones. Huyen entonces. El
alcalde con su mujer hidrópica. Miente cuando viene a orar. Los
sacerdotes del pequeño templo. Ruedas irregulares que se bambolean y
patinan en la usada caja del eje. Vidas incompletas, trozos apenas de
la gran verdad, como la costra gris que ensucia la piscina después
de las abluciones. Nata de mugre, corazón de la miseria, escala del
desperdicio. Y tan seguros en su afán mismo de huir. Otra
destrucción los empuja, más honda, la única y verdadera catástrofe
en la oscuridad agobiadora e inquieta de su instinto. Vuelven a
mirarme. Los más viejos. No sé leer sus ojos. Tampoco puedo ya
decirles cómo es inútil escapar de lo que está en todas partes. Es
como los que rezan para tener fe o los que labran la tierra para dar
de comer a los bueyes que tiran del arado. Y toda la impedimenta de
sus astrosas pertenencias. Me dejan ofrendas. Lo que no quieren
llevar, lo que les es ajeno en su huida. La viuda con sus hijos.
Ojosa, flacos pechos muertos. Flores del templo. No se atreve a
tirarlas ni tampoco a dejarlas frente a los ídolos que mañana serán
destruidos con la misma furia que los hizo nacer. No irá muy lejos,
está señalada, apartada, escogida entre todos. Andra, la que bailó
desnuda toda una noche ante el Santón. Sus hijos recordarán un día:
«...cuando huimos de Jandripur ella murió en el camino, la subimos
a la copa de un árbol muy alto y allí descansó, visitada por los
vientos y lavada por las aguas del mundo. Vigilándonos por varios
días hasta cuando la perdimos de vista...». Y, sin embargo, tampoco
será como ellos creen. No exactamente. Otras cosas habrá que se les
ocultarán para siempre y que, sin embargo, llevan consigo. Con la
muerte de su gran madre paridora de la muerte, la de los saltos de
sangre, la que truena levemente los huesos, la que lima la linfa en
su lomo. Miran hacia atrás al silencio de sus hogares abandonados
donde gritarán por mucho tiempo todavía sus deseos y sus miedos,
sus miserias y sus exaltaciones, tratando de alcanzarlos en su
camino. Soldados. Escolta huyendo con banderas de señales. Lo veo.
Me ve. Letras y palabras. Me mira. Ir. No sabe. El último. Solo. Tal
vez. No sé de qué estoy solo. Vuelve a mirarme, se va tras los
otros. Una espada que inventa la cinta azul de su hoja con la palabra
de los dioses de la guerra labrada torpemente.
Al
mediodía, Sharaya alargó la mano y tomó la mitad de una naranja
medio seca y comenzó a masticar un pedazo de la cáscara tenazmente
perfumada. El calor de la siesta expandió el aroma de la fruta entre
una danza de insectos enloquecidos y que chocaban contra la vieja
piel del privilegiado. El ruido de las aguas se fue debilitando y el
río tornaba a su antiguo cauce. Cuando comenzó a caer el sol un
leve sopor fue apoderándose de los anquilosados miembros del Santón
e infundiéndole la beatitud inefable del que sueña descubriendo las
pistas secretas de su destino.
Aguas
en desorden, saltando y salpicando la fría espuma de la corriente.
Agua de las montañas que baja danzando en remolinos y se remansa en
el vientre que gira lento, liso y tibio, protegido por el rotundo
cáliz de las caderas. Olor de especies quemadas en la pequeña plaza
y el agudo sonar de los instrumentos que narran los incidentes de la
danza. Risa en la boca sin dientes de la vieja mendiga, risa de la
carne recordando, comparando. Lazo implacable y una gran dulzura en
el pecho pesando y doliendo y largas tardes del ir y venir de la
sangre en sorpresivas mareas y la vecindad de la dicha, la pequeña
dicha del hombre, hermana del terror, la breve dicha de dientes de
rata comiendo y mascando. Un vasto palio de ceniza sobre la memoria
de la carne. Viaje a la sede de los amos de entonces. Los tímidos
pastores dueños de una porción del mundo, convertidos en
puntillosos comerciantes, pacientes, tercos, soñadores, desamparados
fuera de su isla. Hélices mordiendo las turbias aguas de la
desembocadura. Una mancha interminable y amarillenta anticipa la gran
ciudad bulliciosa de los funcionarios, donde la sabiduría asciende
por escaleras simétricas maculadas por el húmedo hollín de las
máquinas. Tierras de la razón. Por la plaza hombres y mujeres se
apresuran entre la grasosa niebla del ocaso. Colores saltando, un
vaso se llena de luces que desaparecen para dar lugar al trazo azul y
verde, tome, tome, tome, tome. Salta la espuma del bautismo, salta en
el tránsito sombrío de los inconformes y laboriosos amos. Aguas que
chorrean sobre las espaldas bautizadas en la raída sombra de la
selva, entre gritos de aves y chirrido de insectos. La piel del más
sabio, del más viejo, arrugada bajo las tetillas colgantes,
mojándose con el agua de la verdad, la que lava antiguas y nuevas
concupiscencias, la que borra los títulos ganados en vastas
construcciones de piedra, madres de sutiles argumentos. Mi padrino y
mi maestro, segundo padre midiendo la superficie de la tierra, chacal
virgen de verdad, un sapo amargo, padre de la verdad. Y, por fin, la
última lucha al lado de ellos, mis hermanos. Las manifestaciones,
las prisiones en las montañas, el partido y sus ramificaciones
clandestinas trabajando como venas de un cuerpo que despierta. Aquí
mismo, cuando todo parecía haber entrado pacíficamente en orden,
hubiera podido aún ser el amo, dictar la ley bajo mi parasol,
moverlos hacia lo bueno o hacia lo malo, según conviniera a su
destino, predicar una doctrina y hacerlos un poco mejores. El
comisionado de bigote rojizo y nuca sudorosa, argumentando a la luz
de la sucia lámpara del cuartel. Su antiguo y probado camino de
razonamiento por el cual transitan tan seguros pero tan lejos de sí
mismos, ahogando sus mejores y más ciertos poderes: «Ninguno sabe
por qué les hablas. No les interesa, como tampoco saben por qué
estoy aquí, como tampoco lo sé yo. El único que tiene ya todas las
respuestas eres tú, pero de nada han de servirte. Siempre se llega
al mismo sitio. Tú eres el Santón. No todos pueden serlo. Ellos
ponen la ira destructora y el fecundo deseo. Tú miras, indiferente
hacia el negro sol de tus conquistas interiores y eres tan miserable
y tan pobre como ellos, porque el camino que has recorrido es tan
pequeño que no cuenta ante la larga jornada que te propones hacer
movido por el engañoso orgullo que te amarra. Ponte a su lado y
guíalos y ayúdame a imponer autoridad y a entregar las cosas en
orden. Después, ya se las arreglarán como puedan; pero tú que has
vivido y te has formado entre nosotros, sabes que nuestra razón es
la única a la medida de los hombres. Lo demás es locura. Tú lo
sabes». Una pálida cobra, piel de la verdad. Sueño mi vuelta al
único sueño que está unido por un extremo a la divinidad que no
dice su nombre, al padre y a la madre de los dioses, fugaces
fantasmas esclavos del hombre. Sueño mi sueño soñando el sueño
del que levanta el pie en la posición del elefante, del que te dice
“no temas” con el arco de sus dedos, del portador del fuego, del
que viaja en el lomo de la tortuga. La hora viene, vino hace muchas
horas y no termina de llegar.
Sharaya
se quedó dormido, y en la pesada siesta de la abandonada Jandripur
comenzaron a entrar las primeras unidades del ejército invasor.
Instalaron sus tiendas y ordenaron sus vehículos. Cuando el Santón
despertó, la aldea comenzaba a arder y las húmedas maderas de las
casas estallaban en el aire tierno del ocaso nublando el cielo con
las altas columnas de humo. Eran muchos, y el roncar de los camiones
y de los tanques que seguían llegando indicaba que no se trataba ya
de una pequeña avanzada sino del grueso del ejército. Un
altoparlante comenzó a dar instrucciones en el agudo y destemplado
idioma de las montañas, sobre cómo debían conducirse los soldados
en la comarca y sobre las precauciones que debían tomar para
cuidarse de los que quedaban escondidos para organizar la
resistencia. El ajetreo duró hasta muy entrada la noche, cuando un
gran silencio se hizo en la aldea y sus alrededores.
Duermen
agotados después de la carrera. Piensan seriamente en la redención
de los pueblos, en la igualdad, en el fin de la injusticia, en la
fraternidad entre los hombres. Ellos mismos traen un nuevo caos que
también mata y una nueva injusticia que también convoca la miseria.
Es como el que se lava las manos en un arroyo de aguas emponzoñadas.
Ahí vienen dos. Alumbran el camino con una linterna de mano.
Campesinos también, jóvenes, casi niños. Una mujer con ellos.
Prisionera tal vez o ramera que los sigue para comer y guardar algún
dinero. La están desnudando. El viejo rito repetido sin fe y sin
amor. Les tiemblan las manos y las rodillas. Vieja vergüenza sobre
el mundo. Ella ríe y su piel responde y sus miembros responden a la
ola que crece en el cuerpo que la oprime contra la tierra. Madre
necesaria. Renacen unidos en la sede de todos los orígenes. Gimen y
ríen al mismo tiempo. Un solo cuerpo de dos cabezas ebrias y
acosadas en el vértigo de su propio renacer, de su larga agonía. El
otro sonríe con timidez. Sonríe de su propia vergüenza y espera.
Sembrar hijos en la tierra liberada. Terminaron. Ella se viste. El
otro me alumbra con la linterna.
Los
soldados y la mujer se quedaron absortos ante el extraño amasijo de
trapos mugrientos, alimentos descompuestos y las carnes momificadas
del Santón. Evitaron la mirada ardiente y fija de Sharaya, testigo
del breve placer que le robaran a sus oscuras vidas perecederas. Bien
poco quedaba al Santón de forma humana. La mujer fue la primera en
apartar su vista de la hierática figura y comenzó de nuevo a
envolverse en sus ropas. Los dos soldados seguían intrigados y se
acercaron un poco más. Por fin, el que había esperado, reaccionó
bruscamente. «Parece un Santón -dijo-, pero no podemos dejarlo
observando el paso de nuestras fuerzas. Ya nos ha visto y ha contado
sin duda nuestros camiones y nuestros tanques. Además, nadie vendrá
ya a consultarle y a venerarlo. Ha terminado su dominio». El otro se
alzó de hombros y, sin volver a mirar, tomó a la mujer por el brazo
y se alejó por la blanquecina huella del camino. Antes de
alcanzarlos, el que había hablado alzó su ametralladora y apuntó
indiferente hacia la ausente figura apergaminada, hacia los ausentes
ojos fijos en el perpetuo desastre del tiempo y soltó el seguro del
arma.
En
cada hoja que se mueve estaba previsto mi tránsito. La escena misma,
de tan familiar, me es ajena por entero. Cuando el mochuelo termine
su círculo en el alto cielo nocturno, ya se habrá cumplido el deseo
de las pobres potencias que nos unen, a él que me mata y a mí que
nazco de nuevo en el dintel del mundo que perece brevemente como la
flor que se desprende o la marea salina que se escapa incontenible
dejando el sabor ferruginoso de la vida en la boca que muere y corre
por el piso indiferente del pobre astro muerto viajero en la nada
circular del vacío que arde impasible para siempre, para siempre,
para siempre.
....................................................
Salvador Garmendia
(Venezuela
1928 - 2001)
El inquieto anacobero
-No,
yo hace muchos años, muchos que no veo a Daniel- dijo el gordo y se
espanto una mosca que le andaba por el entrecejo.
-Ni
siquiera sabía que el estuvo en Caracas últimamente y mucho menos
que anduviera con ustedes en La Pompadour.
-¿Cómo?
¡Nos bebimos seis botellas de whisky! Amaneciendo, Daniel tuvo que
irse para el aeropuerto porque tenía que coger el avión a Nueva
York. Ahora debe estar cantando en el Waldorf con la Sonora.
-Yo
no lo veo hace años.
Me
dicen que está entero, feliz, bebiendo como un loco. Dicen que
parece un muchacho. ¿Qué edad tendrá, tú sabes? El negro, un
negro cenizoso, grande, larguirucho que parecía un tronco quemado
tardo un buen rato en reanudar la charla.
Acababa
de entrar un grupo de hombres a la capilla y el los observaba con
desaliento, como si se doliera de no reconocerlos.
-Yo
recuerdo la primera vez que Daniel estuvo en Venezuela. Fue en el 52,
creo. Seguro en el 52 o en el 53, me parece.
Tú
debes acordarte, porque en esa época fue cuando trajeron a Boby Capó
para El Monumental. Yo andaba con una catira preciosa…
-Yo
no, yo lo conocí después, en el Pasapoga, un domingo, ¡coño! ;En
los vermouth del Pasapoga! Él andaba enredado en la cuestión de
Puerto Rico y lo último que había compuesto era el hit Ayúdame
cubano,
¿Te acuerdas? Entonces le consiguieron un paquete de cocaina en el
hotel y lo expulsaron del país por revolucionario, además. Los dos
hombres habían abandonado el salón y salieron a un pequeño jardín
sembrado de pinos redondos. Amenazaba lluvia.
El
calor era húmedo y lento.
-La
que tenía formado el alboroto entonces -dijo el negro- era Miss
Panamá, a la que después le decían La Tamborito, cuando vino para
los carnavales del Roof Garden y se quedó aquí como seis meses en
el hotel Tiuna, donde había show todas las noches. ¿Tú no estabas
ahí cuando el General le dio los tiros?
-¿A
quién?
-Al
negrito Happy. Tú debes acordarte del general. A la hora que tú
llegaras al Tiuna, ahí estaba el General, entrando, saliendo,
discutiendo, jugando domino, jugando póquer… Se había vuelto loco
con Miss Panamá y no la desamparaba ni un momento.
A
las siete de la mañana se aparecía en el hotel con un ramo de
flores y si tú pasabas al mediodía lo veías en el bar con la
guerrera abierta y una pistola en la cintura, rajando whisky como con
veinte tipos que se lo vivían.
Pero
ella no le daba ni un chancecito. Esa tipa sabia en lo que estaba,
palabra. Veinte veces le tocaba en la habitación, tun, tun, tun,
tun, tun y ella no le abría ni de vaina. El General brindaba con
champaña a todas las mujeres del show y al mes ya estaba medio loco
con aquel chaparrón de carne que le caía encima todas las noches.
¡Pero
que va! La Tamborito nunca estaba sola ni de vaina: andaba con su
representante, con su manager, con su chaperona, una vieja que vendía
relojes de contrabando; con su publicista, andaba con medio mundo…
y mientras tanto, el negrito Happy seguía por ahí, tú sabes,
tranquilo, como si no fuera con él.
¿Tú
te acuerdas?… Era un negrito flaco, medio resbaloso, confianzudo
que andaba pelando los dientes todo el día. Cargaba zapatos de dos
tonos y un sombrerito medio raro, con una pluma. El era el que
animaba el show y decían que era chulo de la Bámbola, aquella que
hacia desabillé vestida de muñeca.
Además,
tenía fregado al General con el póquer. Coño, se lo estaba
comiendo vivo el negrito, carajo…-
Cucurucho…
– rezongó el gordo, que se había sentado en un pretil y parecía
un montón de trapos con una cabeza de viejo encima.
-Mira:
al que se atreviera a decirle Cucurucho al General, así fuera en
juego, le metía un tiro! Pero se descubrió la cosa la noche en que
la esposa se presentó en el show de repente. ¡Mi madre! Esa noche
tocaba Salvador Muñoz, que era en ese momento el mejor organista del
mundo hasta que apareció el Órgano que Habla y aquello era pura
música panameña.
El
General, que ya estaba medio rascado se puso a bailar tamborito con
Miss Panamá, ellos solos en la pista y todo el mujerío rodeándolos.
!Un alboroto del demonio! Y en eso se presenta la mujercita: una
insoria de mujercita, retaca, pequeñita que lo que parecía era hija
de él. Entonces empezó a gritar como loca: ¡Cucurucho, Cucurucho,
Cucurucho, mi amor! y se le guindó del pelo a Miss Panamá, ese
mujerón grandísimo con un culo descomunal, y no se le soltaba
chillando y pataleando como una mona. La tuvieron que sacar
arrastrando.
Así
paso un mes, más o menos. Primero el General estuvo unos días sin
venir y después se apareció como si nada; pero serio, sin hablar
con nadie para que nadie se atreviera a molestarlo por lo que había
pasado.
De
ahí se empezó a hablar de que Cucurucho había puesto el divorcio y
que se casaba con Miss Panamá. Había comprado abogados y demás
para que lo divorciaran en un mes y la fiesta la iban a hacer allí
mismo en el hotel.
Lo
cierto fue que nosotros estábamos en el comedor, allá, en un
almuerzo con Dark Búfalo que peleaba esa noche por la máscara con
el Chiclayano…
-Yo
sé, claro… – el gordo, que había permanecido cabizbajo y como
agobiado, despertó de un pinchazo en la nuca-. Estaba Johnny Albino
y su trío que habían llegado dos días antes de Barranquilla…
-…todo con periodistas y demás.
Yo
vi cuando La Tamborito se levantaba en un descuido y se iba calladita
y después vi al General que estaba blanco de la rabia y que también
salió del comedor en carrera y de pronto pin, pan, pun, paran, pin,
pun!! Se oye aquel alboroto en el piso de arriba y era el General que
había roto la puerta del cuarto de cuatro patadas y ¡pin, pin, pin!
le zampo tres giros al negrito Happy que estaba singándose a La
Tamborito en la cama.
No
le pegó ni uno, pero el negrito estuvo tres días desmayado en el
hospital y no lo volvieron a ver más nunca. El grande se escarbó un
diente de oro con la una.
-Yo
creo- dijo el otro-, que esa tipa no era Miss Panamá. A lo mejor era
una puta; pero no era Miss Panamá. ¿Qué? ¿Tú no la viste, pues?
Era una vieja. Al principio parecía joven; pero a lo último, cuando
fue perdiendo cartel… y resultó que la chaperona le robó unas
prendas a una gringa, y a ella terminaron botándola porque debía
tres meses de hotel, entonces se fue descuidando, le embargaron la
ropa… andaba por ahí rondando y ya se veía que era una vieja.
-Es
lo mas probable… Eso fue en el 53, me parece.
La
Gata tenía el mejor burdel de Catia en esos años. El Tibisí
Tabarra, cuando aquello era de categoría. La Gata se llamaba María
Luisa Saavedra. Era una mujer que tú la veías salir de Ketty Myrian
y creías que era una tipa de la jai. Cuando Louis Jouvet llegó a
Caracas, Papillón le dio un banquete en La Pastora con las mujeres
más bellas de Caracas.
La
cocaína la servían en platicos de dulce y La Gata era la mujer más
elegante; nadie supo quien era, toda la alta sociedad se comió el
trazo.
-Era
una tipa cojonuda.
-Bueno…
Cuando Daniel terminaba en el Sans Souci, tan, tan, tan, tan, tan, se
iba con un grupo para el Tibiri.
A
veces iba por ahí Caca el Pregón que iba a ser campeón pluma antes
que lo jodiera el aguardiente. Iba también un ventrílocuo que le
decían el Profesor Dilmer y un aviador de la Taca que era el que les
traía la cocaína.
Esa
noche estábamos allá, bebiendo whisky, dos preparadores y un jockey
y uno que le decían Lengua e Gamuza… ¿Te acuerdas? ahí, en esa
mesa, ¡ahí!, Daniel compuso una madrugada ese bolero Sálvame
al Diamante Negro.
Resulta que el Diamante estaba enfermísimo, se estaba muriendo el
Diamante. Había gente que lloraba en las calles. Las radios pasaban
boletines cada diez minutos y en la clínica había una manifestación
de gente. ¡Se muere el Diamante, carajo! Y Daniel que llega, se
sienta ahí, calladito y zas, zas, zas, zas, zas, zas,… escribió
ese lamento que era una invocación a la Virgen de Coromoto. ¡Ahí,
en esa mesa donde estábamos! ;Se salvó el Diamante, pues! O fue que
se salvó o que se iba a salvar de todas maneras; pero se salvó.
-Ahí
fue que Tomasito pelo bolas.
-Ahí
fue.
Tomasito
siempre había pelado bolas, pero como esa vez no. Fue demasiado
pelabolismo esa vez.
-Demasiado.
-Vino
y se enamoró… Era que Marmolina era la mejor hembrita que tenía
La Gata, después de Chucha la dominicana.
Yo
a ella le conocía la historia, porque vino con una revista española
que estuvo como un mes en el Teatro Caracas… Trabajó primero en Mi
Cabaña y después en El Chama, hasta que se enredó con uno que
tenía arrendado el Coney Island… era isleñita, de Canarias… Ese
se la llevó para Maracaibo, la dejó por allá y parece que estuvo
tres meses presa.
Al
tiempo fue que se apareció en el Tibiri. La Gata le tenía cariño.
¿Tú crees que se llamaba Marmolina o que le decían Marmolina?
-Yo
creo que se llamaba Marmolina. Tú sabes que cualquier cosa es un
nombre para una puta.
-Cualquiera
se hubiera podido enredar con Marmolina, pero Tomasito se empepó
demasiado. Estaba loco, vale; tú te acuerdas. Loco.
La
celaba, no la dejaba en paz, hasta le había propuesto matrimonio. Y
esa noche, nosotros estábamos en la mesa y Marmolina ahí, con
Tomasito, cuando llegó Daniel del Sans Souci.
Esa
noche venía contento y muerto de la risa y echándole bromas a todo
el mundo.
Se
había traído a los muchachos; uno así, pequeñito, que tocaba
charrasca; el Nagiie, que era el pianista que tenía un montuno
bárbaro y aquel saxo español que era arreglista. Alegre, ¿sabes
por qué? Porque había recibido ese día una carta de Linda y tú
sabes que lo de Linda era verdad, eso lo sabíamos nosotros, era una
carajita cubana bellísima que lo tenía loco y eél le vivía
escribiendo canciones.
Marmolina
esa noche estaba medio arrebatada y al verlo, zas, se le tiró
encima, histérica de bola y se lo llevó casi arrastrando para el
cuarto y desde afuera le oíamos los gritos, hasta que Tomasito se
arrechó de repente y le empezó a dar patadas a la puerta:
“¡Marmolina!… Marmolina!”, desesperado, “¡mi amor, coño!”
y ella le gritaba desde adentro: “¡Vete al carajo comemierda!”
Entonces el empezó a tirar mesas y a repartir trompadas como loco,
nadie lo podía contener y de repente, ¡chupulum!, salió Marmolina
desnuda en pelota y le voló encima y le entró a zapatazos y a
patadas hasta que lo puso en el suelo y le seguía dando y dando y
por fin se aquietó aquella vaina y el pobre Tomasito quedó llorando
ahí en el suelo como un carajito, llorando como un pobre pendejo y
después La Gata lo sacó a empujones.
Siguió
un largo silencio. Ahora la capilla desbordaba de gente. Parecía que
se acercaba el momento.
-Daniel
se acordaba de todo, de todo. Parecía un muchacho…
-Bueno,
no me habló de ti, la verdad; pero yo te nombré una vez no sé por
qué y él se me quedó mirando un rato y le brillaron los ojitos y
¡zuás! se echó a reír; pero sabroso, como en aquel numerito con
la Sonora que ya no se escucha por ahí: “ja, ja, jaaaaa… no
puedo aguantar la risa que me daaaa…
“-A
lo mejor se acordaba de algo
.-Quizás.
Pobre Tomasito, ¿Murió? El sábado nomás lo encontré en el Alí
Baba; tenía tiempo sin verlo, meses. Estaba con un grupo, tranquilo:
aquel salvadoreño que fue representante de Xiomara Alfaro y un enano
que le dicen Topo Gigio. Me saludó y hablamos y no parecía…
-Bueno… eso llega en cualquier momento.Entonces se unieron a un
grupo que entraba a la capilla.
Los
empleados salían a la calle cargando cantidades de coronas.
-¿Sabes
lo que está bastante bueno últimamente? -dijo el negro-. El Todo
París. Hay dos brasileras de espanto. Si quieres, después del
cementerio nos juntamos…
-No
puedo viejo. No sé qué me pasa… Ahora no me provoca nada. El
negro le dio una palmada en la espalda.
-¡Coraje,
hermano!… ¿Qué? ¿Nos arrimamos a la urna?
-Yo
no. Después que se lo lleven me voy para la casa. Tengo ganas de
dormir temprano.
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