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EN EL CENTENARIO DE CORTAZAR
RAYUELA CUMPLIO 50 AÑOS
A Julio le cumplió 50 años su muchacha, y esta mas jovén que nunca, tan llena de ternura, de nostalgia.
Ella lo mantiene tan vivo a Julio, que dan ganas de leerlo y beberlo y ofrecerlo a los otros como maná.
Nosotros seguimos buscando a La Maga y por eso retornamos a sus páginas y en sus dos primeras lineas nos mata la melancolía.
París y Buenos Aires tienen el ambiente de esos días. El mismo aire de hace 50 años, los mismos cafés, y la juventud eterna de esas ciudades que no duermen cargadas de bohemía.
Evocamos Rayuela hoy con una breve selección de capítulos que no tiene otra intensión, que hacernos regresar a su lectura y al reencuentro eterno con la Maga y Oliveira
DEL LADO DE ALLA
Rien
ne vous tue un homme comme d’être obligé de
représenter
un pays.
JACQUES VACHÉ, carta a
André Breton.
1
¿Encontraría a la Maga?
Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo
por la rue de
Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y
olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su
silueta delgada
se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando
de un lado a otro, a veces
detenida en el pretil de hierro,
inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la
calle, subir
los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a
la
Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un
encuentro casual
era lo menos casual en nuestras vidas, y que la
gente que se da citas precisas es la
misma que necesita papel rayado
para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo
de dentífrico.
Pero ella no estaría
ahora en el puente. Su fina cara de translúcida piel se
asomaría a
viejos portales en el ghetto del Marais, quizá estuviera charlando
con
una vendedora de papas fritas o comiendo una salchicha caliente
en el boulevard
de Sébastopol. De todas maneras subí hasta el
puente, y la Maga no estaba.
Ahora la Maga no estaba en mi camino, y
aunque conocíamos nuestros
domicilios, cada hueco de nuestras dos
habitaciones de falsos estudiantes en París, cada tarjeta postal
abriendo una ventanita Braque o Ghirlandaio o Max
Ernst contra las
molduras baratas y los papeles chillones, aun así no nos buscaríamos
en nuestras casas. Preferíamos encontrarnos en el puente, en
la
terraza de un café, en un cine-club o agachados junto a un gato
en cualquier
patio del barrio latino. Andábamos sin buscarnos pero
sabiendo que andábamos
para encontrarnos. Oh Maga, en cada mujer
parecida a vos se agolpaba como un
silencio ensordecedor, una pausa
filosa y cristalina que acababa por derrumbarse
tristemente, como un
paraguas mojado que se cierra. Justamente un paraguas,
Maga, te
acordarías quizá de aquel paraguas viejo que sacrificamos en un
barranco del Parc Montsouris, un atardecer helado de marzo. Lo
tiramos porque
lo habías encontrado en la Place de la Concorde, ya
un poco roto, y lo usaste
muchísimo, sobre todo para meterlo en las
costillas de la gente en el metro y en
los autobuses, siempre torpe
y distraída y pensando en pájaros pintos o en un
dibujito que
hacían dos moscas en el techo del coche, y aquella tarde cayó un
chaparrón y vos quisiste abrir orgullosa tu paraguas cuando
entrábamos en el
parque, y en tu mano se armó una catástrofe de
relámpagos fríos y nubes negras,
jirones de tela destrozada
cayendo entre destellos de varillas desencajadas, y nos
reíamos
como locos mientras nos empapábamos, pensando que un paraguas
encontrado en una plaza debía morir dignamente en un parque, no
podía entrar
en el ciclo innoble del tacho de basura o del cordón
de la vereda; entonces yo lo
arrollé lo mejor posible, lo llevamos
hasta lo alto del parque, cerca del puentecito
sobre el ferrocarril,
y desde allí lo tiré con todas mis fuerzas al fondo de la
barranca
de césped mojado mientras vos proferías un grito donde vagamente
creí reconocer una imprecación de walkyria. Y en el fondo del
barranco se
hundió como un barco que sucumbe al agua verde, al agua
verde y procelosa, a
la mer qui est plus félonesse en été qu’en
hiver, a la ola pérfida, Maga, según
enumeraciones que detallamos
largo rato, enamorados de Joinville y del parque,
abrazados y
semejantes a árboles mojados o a actores de cine de alguna pésima
película húngara. Y quedó entre el pasto, mínimo y negro, como un
insecto
pisoteado. Y no se movía, ninguno de sus resortes se
estiraba como antes.
Terminado. Se acabó. Oh Maga, y no estábamos
contentos.
¿Qué venía yo a hacer
al Pont des Arts? Me parece que ese jueves de
diciembre tenía
pensado cruzar a la orilla derecha y beber vino en el cafecito de la
rue des Lombards donde madame Léonie me mira la palma de la mano y
me
anuncia viajes y sorpresas. Nunca te llevé a que madame Léonie
te mirara la
palma de la mano, a lo mejor tuve miedo de que leyera
en tu mano alguna
verdad sobre mí, porque fuiste siempre un espejo
terrible, una espantosa
máquina de repeticiones, y lo que llamamos
amarnos fue quizá que yo estaba de
pie delante de vos, con una flor
amarilla en la mano, y vos sostenías dos velas
verdes y el tiempo
soplaba contra nuestras caras una lenta lluvia de renuncias y
despedidas y tickets de metro. De manera que nunca te llevé a que
madame
Léonie, Maga; y sé, porque me lo dijiste, que a vos no te
gustaba que yo te viese
entrar en la pequeña librería de la rue de
Verneuil, donde un anciano agobiado
hace miles de fichas y sabe todo
lo que puede saberse sobre historiografía. Ibas
allí a jugar con
un gato, y el viejo te dejaba entrar y no te hacía preguntas,
contento de que á veces le alcanzaras algún libro de los estantes
más altos. Y te
calentabas en su estufa de gran caño negro y no te
gustaba que yo supiera que
ibas a ponerte al lado de esa estufa.
Pero todo esto había que decirlo en su
momento, sólo que era
difícil precisar el momento de una cosa, y aún ahora,
acodado en
el puente, viendo pasar una pinaza color borravino, hermosísima
como una gran cucaracha reluciente de limpieza, con una mujer de
delantal
blanco que colgaba ropa en un alambre de la proa, mirando
sus ventanillas
pintadas de verde con cortinas Hansel y Gretel, aún
ahora, Maga, me preguntaba
si este rodeo tenía sentido, ya que para
llegar a la rue des Lombards me hubiera
convenido más cruzar el
Pont Saint-Michel y el Pont au Change. Pero si hubieras
estado ahí
esa noche, como tantas otras veces, yo habría sabido que el rodeo
tenía
un sentido, y ahora en cambio envilecía mi fracaso
llamándolo rodeo. Era
cuestión, después de subirme el cuello de la
canadiense, de seguir por los
muelles hasta entrar en esa zona de
grandes tiendas que se acaba en el Chátelet,
pasar bajo la sombra
violeta de la Tour Saint-Jacques y subir por mi calle
pensando en
que no te había encontrado y en madame Léonie.
Sé
que un día llegué a París, sé que estuve un tiempo viviendo de
prestado,
haciendo lo que otros hacen y viendo lo que otros ven. Sé
que salías de un café
de la rue du Cherche-Midi y que nos
hablamos. Esa tarde todo anduvo mal,
porque mis costumbres
argentinas me prohibían cruzar continuamente de una
vereda a otra
para mirar las cosas más insignificantes en las vitrinas apenas
iluminadas de unas calles que ya no recuerdo. Entonces te seguía de
mala gana,
encontrándote petulante y malcriada, hasta que te
cansaste de no estar cansada y
nos metimos en un café del
Boul’Mich’ y de golpe, entre dos medialunas, me
contaste un gran
pedazo de tu vida Cómo podía yo sospechar que aquello que
parecía
tan mentira era verdadero, un Figari con violetas de anochecer, con
caras
lívidas, con hambre y golpes en los rincones. Más tarde te
creí, más tarde hubo
razones, hubo madame Léonie que mirándome
la mano que había dormido con
tus senos me repitió casi tus mismas
palabras. «Ella sufre en alguna parte.
Siempre ha sufrido. Es muy
alegre, adora el amarillo, su pájaro es el mirlo, su
hora la noche,
su puente el Pont des Arts.» (Una pinaza color borravino, Maga, y
por qué no nos habremos ido en ella cuando todavía era tiempo.)
Y
mirá que apenas nos conocíamos y ya la vida urdía lo necesario
para
desencontrarnos minuciosamente. Como no sabías disimular me di
cuenta en
seguida de que para verte como yo quería era necesario
empezar por cerrar los ojos,
y entonces primero cosas como estrellas amarillas (moviéndose en una
jalea
de terciopelo), luego saltos rojos del humor y de las horas,
ingreso paulatino en
un mundo-Maga que era la torpeza y la confusión
pero también helechos con la
firma de la araña Klee, el circo
Miró, los espejos de ceniza Vieira da Silva, un
mundo donde te
movías como un caballo de ajedrez que se moviera como una
torre que
se moviera como un alfil. Y entonces en esos días íbamos a los
cineclubs a ver películas mudas, porque yo con mi cultura, no es
cierto, y vos
pobrecita no entendías absolutamente nada de esa
estridencia amarilla convulsa
previa a tu nacimiento, esa emulsión
estriada donde corrían los muertos; pero de
repente pasaba por ahí
Harold Lloyd y entonces te sacudías e agua del sueño y
al final te
convencías de que todo había estado muy bien, y que Pabst y que
Fritz
Lang. Me hartabas un poco con tu manía de perfección, con
tus zapatos rotos,
con tu negativa a aceptar lo aceptable. Comíamos
hamburgers en el Carrefour de
l’Odéon, y nos íbamos en bicicleta
a Montparnasse, a cualquier hotel, a cualquier
almohada. Pero otras
veces seguíamos hasta la Porte d’Orléans, conocíamos cada
vez
mejor la zona de terrenos baldíos que hay más allá del Boulevard
Jourdan,
donde a veces a medianoche se reunían los del Club de la
Serpiente para hablar
con un vidente ciego, paradoja estimulante.
Dejábamos las bicicletas en la calle y
nos internábamos de a poco,
parándonos a mirar el cielo porque ésa es una de las
pocas zonas
de París donde el cielo vale más que la tierra. Sentados en un
montón de basuras fumábamos un rato, y la Maga me acariciaba el
pelo o
canturreaba melodías ni siquiera inventadas, melopeas
absurdas cortadas por
suspiros o recuerdos. Yo aprovechaba para
pensar en cosas inútiles, método que
había empezado a practicar
años atrás en un hospital y que cada vez me parecía
más fecundo
y necesario. Con un enorme esfuerzo, reuniendo imágenes
auxiliares,
pensando en olores y caras, conseguía extraer de la nada un par de
zapatos marrones que había usado en Olavarría en 1940. Tenían
tacos de goma,
suelas muy finas, y cuando llovía me entraba el agua
hasta el alma. Con ese par
de zapatos en la mano del recuerdo, el
resto venía solo: la cara de doña Manuela,
por ejemplo, o el poeta
Ernesto Morroni. Pero los rechazaba porque el juego
consistía en
recobrar tan sólo lo insignificante, lo inostentoso, lo perecido.
Temblando
de no ser capaz de acordarme, atacado por la polilla que propone la
prórroga, imbécil a fuerza de besar el tiempo, terminaba por ver al
lado de los
zapatos una latita de Té Sol que mi madre me había
dado en Buenos Aires. Y la
cucharita para el té, cuchara-ratonera
donde las lauchitas negras se quemaban
vivas en la taza de agua
lanzando burbujas chirriantes. Convencido de que el
recuerdo lo
guarda todo y no solamente a las Albertinas y a las grandes
efemérides del corazón y los riñones, me obstinaba en reconstruir
el contenido de
mi mesa de trabajo en Floresta, la cara de una
muchacha irrecordable llamada
Gekrepten, la cantidad de plumas
cucharita que había en mi caja de útiles de
quinto grado, y
acababa temblando de tal manera y desesperándome (porque
nunca he
podido acordarme de esas plumas cucharita, sé que estaban en la
caja
de útiles, en un compartimento especial, pero no me acuerdo de
cuántas eran ni
puedo precisar el momento justo en que debieron ser
dos o seis), hasta que la
Maga, besándome y echándome en la cara
el humo del cigarrillo y su aliento
caliente, me recobraba y nos
reíamos, empezábamos a andar de nuevo entre los montones de basura
en busca de los del Club. Ya para entonces me había dado
cuenta de
que buscar era mi signo, emblema de los que salen de noche sin
propósito fijo, razón de los matadores de brújulas. Con la Maga
hablábamos de
patafísica hasta cansarnos, porque a ella también
le ocurría (y nuestro encuentro
era eso, y tantas cosas oscuras
como el fósforo) caer de continuo en las
excepciones, verse metida
en casillas que no eran las de la gente, y esto sin
despreciar a
nadie, sin creernos Maldorores en liquidación ni Melmoths
privilegiadamente errantes. No me parece que la luciérnaga extraiga
mayor
suficiencia del hecho incontrovertible de que es una de las
maravillas más
fenomenales de este circo, y sin embargo basta
suponerle una conciencia para
comprender que cada vez que se le
encandila la barriguita el bicho de luz debe
sentir como una
cosquilla de privilegio. De la misma manera a la Maga le
encantaban
los líos inverosímiles en que andaba metida siempre por causa del
fracaso de las leyes en su vida. Era de las que rompen los puentes
con sólo
cruzarlos, o se acuerdan llorando a gritos de haber visto
en una vitrina el décimo
de lotería que acaba de ganar cinco
millones. Por mi parte ya me había
acostumbrado a que me pasaran
cosas modestamente excepcionales, y no
encontraba demasiado horrible
que al entrar en un cuarto a oscuras para recoger
un álbum de
discos, sintiera bullir en la palma de la mano el cuerpo vivo de un
ciempiés gigante que había elegido dormir en el lomo del álbum.
Eso, y
encontrar grandes pelusas grises o verdes dentro de un
paquete de cigarrillos, u
oír el silbato de una locomotora
exactamente en el momento y el tono necesarios
para incorporarse ex
officio a un pasaje de una sinfonía de Ludwig van, o entrar
a una
pissotière de la rue de Médicis y ver a un hombre que orinaba
aplicadamente hasta el momento en que, apartándose de su
compartimento,
giraba hacia mí y me mostraba, sosteniéndolo en la
palma de la mano como un
objeto litúrgico y precioso, un miembro de
dimensiones y colores increíbles, y en
el mismo instante darme
cuenta de que ese hombre era exactamente igual a otro
(aunque no era
el otro) que veinticuatro horas antes, en la Salle de Géographie,
había disertado sobre tótems y tabúes, y había mostrado al
público,
sosteniéndolos preciosamente en la palma de la mano,
bastoncillos de marfil,
plumas de pájaro lira, monedas rituales,
fósiles mágicos, estrellas de mar,
pescados secos, fotografías de
concubinas reales, ofrendas de cazadores, enormes
escarabajos
embalsamados que hacían temblar de asustada delicia a las
infaltables señoras.
En
fin, no es fácil hablar de la Maga que a esta hora anda seguramente
por
Belleville o Pantin, mirando aplicadamente el suelo hasta
encontrar un pedazo
de género rojo. Si no lo encuentra seguirá así
toda la noche, revolverá en los
tachos de basura, los ojos
vidriosos, convencida de que algo horrible le va a
ocurrir si no
encuentra esa prenda de rescate, la señal del perdón o del
aplazamiento. Sé lo que es eso porque también obedezco a esas
señales, también
hay veces en que me toca encontrar trapo rojo.
Desde la infancia apenas se me
cae algo al suelo tengo que
levantarlo, sea lo que sea, porque si no lo hago va a
ocurrir una
desgracia, no a mí sino a alguien a quien amo y cuyo nombre
empieza
con la inicial del objeto caído. Lo peor es que nada puede
contenerme
cuando algo se me cae al suelo, ni tampoco vale que lo
levante otro porque el
maleficio obraría igual. He pasado muchas
veces por loco a causa de esto y la
verdad es que estoy loco cuando
lo hago, cuando me precipito a juntar un lápiz o
un trocito de
papel que se me han ido de la mano, como la noche del terrón de
azúcar en el restaurante de la rue Scribe, un restaurante bacán con
montones de
gerentes, putas de zorros plateados y matrimonios bien
organizados. Estábamos
con Ronald y Etienne, y a mí se me cayó un
terrón de azúcar que fue a parar
abajo de una mesa bastante lejos
de la nuestra. Lo primero que me llamó la
atención fue la forma en
que el terrón se había alejado, porque en general los
terrones de
azúcar se plantan apenas tocan el suelo por razones paralelepípedas
evidentes. Pero éste se conducía como si fuera una bola de
naftalina, lo cual
aumentó mi aprensión, y llegué a creer que
realmente me lo habían arrancado de
la mano. Ronald, que me conoce,
miró hacia donde había ido a parar el terrón y
se empezó a reír.
Eso me dio todavía más miedo, mezclado con rabia. Un mozo
se
acercó pensando que se me había caído algo precioso, una Párker o
una
dentadura postiza, y en realidad lo único que hacía era
molestarme, entonces sin
pedir permiso me tiré al suelo y empecé a
buscar el terrón entre los zapatos de la
gente que estaba llena de
curiosidad creyendo (y con razón) que se trataba de
algo
importante. En la mesa había una gorda pelirroja, otra menos gorda
pero
igualmente putona, y dos gerentes o algo así. Lo primero que
hice fue darme
cuenta de que el terrón no estaba a la vista y eso
que lo había visto saltar hasta
los zapatos (que se movían
inquietos como gallinas). Para peor el piso tenía
alfombra, y
aunque estaba asquerosa de usada el terrón se había escondido
entre
los pelos y no podía encontrarlo. El mozo se tiró del otro
lado de la mesa, y ya
éramos dos cuadrúpedos moviéndonos entre
los zapatos gallina que allá arriba
empezaban a cacarear como
locas. El mozo seguía convencido de la Párker o el
luis de oro, y
cuando estábamos bien metidos debajo de la mesa, en una especie
de
gran intimidad y penumbra y él me preguntó y yo le dije, puso una
cara que
era como para pulverizarla con un fijador, pero yo no tenía
ganas de reír, el
miedo me hacía una doble llave en la boca del
estómago y al final me dio una
verdadera desesperación (el mozo se
había levantado furioso) y empecé a
agarrar los zapatos de las
mujeres y a mirar si debajo del arco de la suela no
estaría
agazapado el azúcar, y las gallinas cacareaban, los gallos gerentes
me
picoteaban el lomo, oía las carcajadas de Ronald y de Etienne
mientras me movía
de una mesa a otra hasta encontrar el azúcar
escondido detrás de una pata
Segundo Imperio. Y todo el mundo
enfurecido, hasta yo con el azúcar apretado
en la palma de la mano
y sintiendo cómo se mezclaba con el sudor de la piel,
cómo
asquerosamente se deshacía en una especie de venganza pegajosa, esa
clase de episodios todos los días.
(-2)
7
Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella.
Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.
(-8)
DE
OTROS LADOS
(Capítulos
prescindibles)
68
Apenas él le amalaba el
noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en
hidromurias, en
salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él
procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado
quejumbroso y
tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo
cómo poco a poco las
arnillas se espejunaban, se iban apeltronando,
reduplimiendo, hasta quedar
tendido como el trimalciato de
ergomanina al que se le han dejado caer unas
fílulas de
cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un
momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él
aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo
como un
ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía,
de pronto era el
clinón, la esterfurosa convulcante de las
mátricas, la jadehollante embocapluvia
del orgumio, los esproemios
del merpasmo en una sobrehumítica agopausa.
¡Evohé! ¡Evohé!
Volposados en la cresta del murelio, se sentían balparamar,
perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y
todo se
resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de
argutendidas gasas, en
carinias casi crueles que los ordopenaban
hasta el límite de las gunfias.
(-9)
98
Y
así es como los que nos iluminan son los ciegos.
Así
es como alguien, sin saberlo, llega a mostrarte irrefutablemente un
camino que por su parte sería incapaz de seguir. La Maga no sabrá
nunca cómo su dedo
apuntaba hacia la fina raya que triza el espejo,
hasta qué punto ciertos silencios,
ciertas atenciones absurdas,
ciertas carreras de ciempiés deslumbrado eran el
santo y seña para
mi bien plantado estar en mí mismo, que no era estar en
ninguna
parte. En fin, eso de la fina raya... Si quieres ser feliz como me
dices /
No poetices, Horacio, no poetices.
Visto
objetivamente: Ella era incapaz de mostrarme nada dentro de mi
terreno, incluso en el suyo giraba desconcertada, tanteando,
manoteando. Un
murciélago frenético, el dibujo de la mosca en el
aire de la habitación. De pronto,
para mí sentado ahí mirándola,
un indicio, un barrunto. Sin que ella lo supiera, la
razón de sus
lágrimas o el orden de sus compras o su manera de freír las papas
eran signos. Morelli hablaba de algo así cuando escribía: «Lectura
de Heisenberg
hasta mediodía, anotaciones, fichas. El niño de la
portera me trae el correo, y
hablamos de un modelo de avión que
está armando en la cocina de su casa.
Mientras me cuenta, da dos
saltitos sobre el pie izquierdo, tres sobre el derecho,
dos sobre el
izquierdo. Le pregunto por qué dos y tres, y no dos y dos o tres y
tres. Me mira sorprendido, no comprende. Sensación de que Heisenberg
y yo
estamos del otro lado de un territorio, mientras que el niño
sigue todavía a
caballo, con un pie en cada uno, sin saberlo, y que
pronto no estará más que de
nuestro lado y toda comunicación se
habrá perdido. ¿Comunicación con qué, para qué? En fin, sigamos
leyendo; a lo mejor Heisenberg...»
(-38)
104
La
vida, como un comentario de otra cosa que no alcanzamos, y que está
ahí al
alcance del salto que no damos.
La
vida, un ballet sobre un tema histórico, una historia sobre un hecho
vivido,
un hecho vivido sobre un hecho real. La vida, fotografía
del número, posesión en
las tinieblas (¿mujer, monstruo?), la
vida, proxeneta de la muerte, espléndida
baraja, tarot de claves
olvidadas que unas manos gotosas rebajan a un triste
solitario.
(-10)
107
Escrito
por Morelli en el hospital:
La
mejor cualidad de mis antepasados es la de estar muertos; espero
modesta
pero orgullosamente el momento de heredarla. Tengo amigos
que no dejarán de
hacerme una estatua en la que me representarán
tirado boca abajo en el acto de
asomarme a un charco con ranitas
auténticas. Echando una moneda en una
ranura se me verá escupir en
el agua, y las ranitas se agitarán alborozadas y
croarán durante
un minuto y medio, tiempo suficiente para que la estatua pierda
todo
interés.
(-113)
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