martes, 12 de marzo de 2013

Chávez: una revolución democrática









* Chávez: una revolución democrática





 
Por William Ospina



 

La diferencia más visible que puede señalarse entre Hugo Chávez y su
admirado Simón Bolívar es esta: que Chávez no tuvo que hacer la guerra para
triunfar.
Eso es también lo que diferencia a Chávez de Fidel Castro y del Che Guevara:
detrás de esas leyendas hay una historia de guerras y de sangre, y Chávez
pudo por suerte asumir el desafío de emprender la transformación de la
sociedad, como lo reclamaban hasta los poderosos de todo el continente,
recurriendo sólo a los instrumentos de la democracia.
Su única derrota, la del golpe militar que intentó en 1992 contra Carlos Andrés
Pérez, se convirtió al final en otra victoria, porque lo salvó de haber llegado al
poder, en su impaciencia, por la vía traumática de una ruptura violenta de la
institucionalidad. Cuánto no habrá agradecido después que su acceso al poder
no hubiera estado manchado por la violencia, sino que hubiera tenido la
legitimidad de una elección indiscutible. Aunque sus compañeros habían
logrado su objetivo en las provincias, cuando vio que no había podido tomarse
el poder central, él mismo dio la orden a todos sus amigos de rendir las armas
y les dijo que asumiría toda la responsabilidad del levantamiento.
Fue entonces cuando dejó flotando sobre la sociedad ese “por ahora”, que
parecía una confesión de derrota, pero que pronto se convirtió en una promesa.
El pueblo venezolano lo eligió una y otra vez, para desesperación de sus
opositores, que nunca entendieron que la única manera de enfrentarse a un
líder histórico de la importancia de Hugo Chávez, pasaba por hacer un
reconocimiento a la verdad y a la justicia de su causa.
Un país riquísimo, cuya riqueza principal pertenece al Estado, es decir, a la
comunidad, había visto con asombro cómo unas élites petroleras arrogantes e
insensibles se paseaban por el mundo como jeques saudíes mientras el pueblo
venezolano se hundía en la pobreza y en el desamparo. Nadie puede negar que
esas élites fueron las que educaron al país en la lógica precaria de los
subsidios y las que nunca hicieron esfuerzos serios por “sembrar el petróleo”,
por convertir la riqueza petrolera en una economía diversa que estimulara el
trabajo social y la iniciativa de la comunidad. Después le reclamarían a
Chávez no haber hecho plenamente en diez años esa siembra y esa
diversificación que ellos no intentaron en 50.
Durante décadas y décadas la pobreza creció en Venezuela, y a diferencia de
Bogotá o de Buenos Aires, donde es posible mantener la dilatada pobreza
oculta a los ojos de los visitantes, Caracas vio surgir en sus cerros las
barriadas de los desposeídos, las rancherías que contrastaban con la innegable
opulencia petrolera.
Ya en 1989, la pobreza de las muchedumbres se había convertido en
desesperación y Chávez cosechó lo que los poderes venezolanos habían
sembrado: la indignación del pueblo, la inconformidad, el ahogado espíritu de
rebelión al que él le supo dar finalmente su lenguaje y su rumbo.
Ahora se quejan de la supuesta falta de modales de este líder seductor e
impulsivo, un hombre de origen humilde que no simulaba aristocracia, que
decía lo que sentía como le gusta al pueblo que se diga: con un lenguaje llano
y directo, desafiante y a veces peligrosamente sincero. Yo dudo que haya
habido en Latinoamérica un político más surgido de la entraña del pueblo, más
parecido a las hondas sabidurías, las malicias, las travesuras y las valentías del
alma popular.
Una de las muchas cosas que demostró es que se podía hablar de los grandes
asuntos de la economía y de la política en un lenguaje sencillo. Se ha vuelto
costumbre entre nosotros que los jóvenes egresados de Harvard y de Oxford
que manejan los asuntos públicos utilicen para hablar de economía una jerga
de iniciados que hace sentir a todos los demás incapaces de acceder a los
arcanos de esa ciencia imposible. Es un evidente mecanismo de exclusión,
algo para alejar a los profanos; por eso, de las manos de esos ministros
eruditos brotan a menudo los colapsos financieros, los “corralitos” que hunden
a países enteros en la ruina, y la tolerancia de robos descarados como los de
DMG en Colombia, que estafaron a cientos de miles de personas sin que
ningún perfumado experto viniera a explicarle al pueblo y a las clases medias
que estaban cayendo, con el beneplácito del poder, en las redes de unos
asaltantes cínicos.
La economía, de la que depende el bienestar de millones y millones de
personas, no puede ser una ciencia abstrusa e inextricable, y esa farsa
descarada es apenas un mecanismo para mantener a los pueblos lejos de la
posibilidad de entender los procesos y de juzgar los resultados.
Con unas cuantas alianzas internacionales, y una reducción de la oferta,
Chávez logró que los precios del petróleo alcanzaran cifras asombrosas y tuvo
de repente en sus manos unos recursos incalculables para echar a andar su
proyecto. El primer reclamo que se hizo a su política fue que hubiera dedicado
recursos del petróleo a ayudar a los países vecinos y a conseguir aliados en el
mundo. Pero a comienzos de los años 70 un ilustre antecesor de Hugo Chávez,
Salvador Allende, intentó también transformar su sociedad sin recurrir a la
violencia, confiando en el respeto a las instituciones que proclamaba y exigía
el gobierno norteamericano y que juraban con firmeza los ejércitos y los
potentados. Cuando vieron que Allende intentaba transformaciones reales, el
famoso respeto por la institucionalidad que predicaban el imperio y sus
adláteres se fue al piso, y una conspiración criminal acabó con Allende, con
sus sueños y con la fe en la democracia de toda una generación. Las guerrillas
arreciaron por todas partes, el ejemplo de Pinochet fue seguido por militares
de varios países, y una noche de sables y de crímenes, que todavía tiene
sentados en los estrados a esos viejos generales genocidas, fue el precio que
Latinoamérica pagó por la interrupción del proceso democrático chileno.
De todos los procesos políticos y culturales que necesitaba vivir América
Latina, ninguno es más importante que la incorporación de los pueblos a la
leyenda nacional. La deformación colonial, prolongada por una tradición de
castas señoriales que borró a los pueblos indígenas, sus lenguas, sus memorias
y sus mitologías; que después de liberar a los esclavos no se esforzó por
construir un proyecto de integración social, de educación, de salud y de
incorporación a un relato de los orígenes; y que postró a los pobres en la
inermidad y la exclusión, exigía en todas partes una gran reforma que
devolviera a los pueblos el protagonismo, liberando su iniciativa histórica.
Esa fue la tarea que parcialmente cumplieron la Reforma de Benito Juárez y la
Revolución de Villa y de Zapata en México, los gobiernos de Roca e Irigoyen
y el movimiento peronista en Argentina, el movimiento de Eloy Alfaro en
Ecuador y la rebelión de los mineros de Bolivia en 1952. También la lograron
los primeros tiempos de la Revolución cubana, antes de que el bloqueo
norteamericano forzara al Estado a imponer restricciones de guerra. Darle su
lugar al pueblo en la historia es algo que sólo se logra con respeto verdadero,
con oportunidades, con valores, con cohesión social, y fortaleciendo la
dignidad de quienes, si no se les permite ser ciudadanos plenos, tienen que
terminar convirtiéndose en parias o en verdugos.
Cuánto habría ganado Colombia si le hubiera permitido llegar al poder hace
65 años a Jorge Eliécer Gaitán. Los 300 mil muertos de la violencia de los
años 50, y los 500 mil muertos del resto del siglo, atribuibles por igual a las
guerras, la violencia, la pobreza y el desamparo social, la delincuencia, la
proliferación de las guerrillas y la industria del secuestro, el crecimiento de las
mafias, el desmonte de la estructura institucional, la pérdida de sentido
patriótico de las élites empresariales y la creciente corrupción política, el
paramilitarismo, la juventud arrojada a las guerras de supervivencia, y la caída
de muchos militares en la tentación del crimen y la riqueza fácil, todas esas
cosas se habrían conjurado con la incorporación del pueblo a la leyenda
nacional, que era el sentido profundo del proyecto gaitanista, con la
restauración moral que reclamaba su oratoria enfática y pacífica. De todo eso
posiblemente salvará el pacifismo chavista a Venezuela, y hasta los que lo
odian se lo agradecerán algún día: de vivir en un país como Colombia, donde
las carreteras llegaron a convertirse por momentos en caminos sin retorno, y
donde en los meses de enero y febrero de 2013 ya llevamos contados más de
mil desaparecidos.
Chávez creyó en la democracia. Entendió que no iba a recurrir a las armas,
pero que su proceso no se abriría camino si caía en la ilusión de ser, en
tiempos imparables de globalización, una aventura encerrada en las fronteras
de su país. Se inspiraba en Bolívar, quien nunca aceptó esa idea estrecha de
unos paisitos incomunicados, y siempre predicó el ideal de la solidaridad y la
construcción de una patria continental.
Los magnates de cada país saben ejercer su derecho a la universalidad, el
derecho absoluto de cruzar las fronteras con sus capitales, pero miran con
recelo la solidaridad de los pueblos. Las fronteras están cerradas para todo el
que no forme parte del mercado financiero. Chávez conocía suficiente
geografía e historia para tener una idea de geopolítica más amplia y audaz que
la de los gobiernos sujetos sólo a las órdenes del gran capital. Fortalecer a la
América Latina era su única forma legítima y eficaz de fortalecer a Venezuela,
y en esa medida no hacía más que aceptar las reglas de juego de la
globalización, que tanto nos predican como un deber inexorable mientras no
pretendamos beneficiarnos de ellas.
A la sombra de Chávez, que tenía más poder de forcejeo en el escenario
internacional, y menos obligación de respetar el protocolo, varios procesos
democráticos se abrieron camino en América Latina. Viendo la irreverencia de
Chávez, a la vez estudiada y espontánea, resultó menos discutible la lucha de
Evo Morales y los indígenas bolivianos, y parecían de seda los gobiernos
populares de Lula da Silva y de Rafael Correa, de Néstor y Cristina Kirchner y
de Pepe Mujica. Chávez apostaba las cartas mayores, y estaba listo para
respaldar a los gobiernos amenazados y a los procesos en peligro.
Coincidió el gobierno de Chávez con el momento de mayor desprestigio del
poderío mundial de los Estados Unidos, el momento de mayor caída de su
liderazgo democrático y moral en el planeta. Los atentados terroristas de Al
Qaeda cambiaron el orden de prioridades del imperio; después de décadas de
imposición de políticas imperiales en América Latina, incluida la criminal
Escuela de las Américas, que educó en la violación de los derechos humanos a
una generación de militares en el continente, los gobiernos norteamericanos
abandonaron su interés por la América Latina, se lanzaron en Asia a grandes
invasiones militares, a una equivocada lucha contra el terror mediante la
estrategia del terror, y se hundieron en la barbarie.
Chávez entendió la importancia de ese momento histórico: América Latina,
perdida la tutela del hermano arrogante, podía ingresar de verdad en la era de
la globalización y abrirse al mundo. Otras potencias se fortalecían, el dragón
chino había despertado, Rusia recuperaba su fuerza. Y si Estados Unidos,
Francia, Italia, Inglaterra y España recibían alborozados a Muamar Gadafi y lo
dejaban plantar tiendas en sus países, por qué habrían de reprocharle a Chávez
que se acercara al gobernante de un país petrolero con quien tenía intereses
comunes. Chávez al menos no tuvo la indignidad de abrazar a Gadafi ante las
cámaras y bombardearlo cuando se apagaban los reflectores, como lo hicieron
los gobiernos de Francia y de Inglaterra. No fue ofendido por él, lo despidió
como a un amigo, y no entró a saco en esa Libia en ruinas, como Cameron y
Sarkozy, a reclamar el botín del socio abandonado.
Sabía que si a un nuevo Kissinger, o a una envanecida Condoleezza Rice, se le
ocurriera aconsejar la invasión de su territorio, la respuesta no sería sólo del
pueblo venezolano, sino de Ecuador y Brasil, de Cuba y Nicaragua, de los
países antillanos y Bolivia, de Uruguay, Paraguay y Argentina, pero muy
posiblemente también de China y Rusia, y de mucha gente que lo respetaba en
todo el mundo. Haber garantizado la independencia de su país le permitió
hablar con firmeza, de igual a igual, en el escenario mundial.
El estilo de Chávez merece muchos comentarios. Hay una anécdota que sin
duda ha de ser apócrifa, pero que a pesar de todo describe muy bien el espíritu
de este luchador a la vez pintoresco y profundo, arrebatado y travieso,
desafiante y desconcertante. Se decía que una vez, en una de tantas cumbres
de gobernantes, esas cumbres de las que él mismo dijo, con un epigrama
inolvidable, que “los gobiernos van de cumbre en cumbre y los pueblos de
abismo en abismo”, Chávez se encontró con la reina Isabel de Inglaterra y
corrió a darle un abrazo. La anécdota añade que los guardias de la reina se
interpusieron enseguida, informándole a Chávez que el protocolo inglés no
permitía que nadie abrazara a la reina, y que Chávez contestó con una sonrisa:
“Sí, pero el protocolo venezolano exige que abracemos a nuestros amigos”. La
anécdota, como digo, ha de ser apócrifa, pero el hecho que ilustra es profundo.
Lo que quiere decir, en una sociedad hondamente marcada por la supremacía
de las metrópolis y por la etiqueta de las potencias, es que en nuestro tiempo
un rey y un presidente son poderes exactamente iguales, que el protocolo
inglés no puede ser más respetable que el venezolano.
En esa fábula imaginaria está más profundamente expresada que en ninguna
otra parte la verdadera importancia de un hombre como Hugo Chávez para la
historia latinoamericana: en un continente acostumbrado a sentirse subalterno,
a ser un invitado de segunda en el banquete de las naciones, un hombre les
recordó a todos que había pasado el tiempo de la supremacía y de las
supersticiones de superioridad; que si había llegado el tiempo de la
democracia y de la República es porque había llegado el tiempo de los
pueblos, y que en el mundo moderno, como lo quiere todo el arte
contemporáneo, como lo anuncian la literatura y la pintura desde los tiempos
de Shakespeare y de Velázquez, un rey y un campesino tienen la misma
dignidad metafísica y estética, un hijo de los llanos de Barinas y una hija de
los castillos de Windsor tienen la misma dignidad y el mismo valor, y si son
aceptados por sus pueblos como representantes y voceros, no pueden presumir
de ningún tipo de jerarquía.
Por fuera de la anécdota, eso fue lo que hizo Chávez a lo largo de todo su
gobierno, y a lo mejor a lo largo de toda su vida, y con ello no les dio una
lección sólo a los gobiernos de América Latina, sino a cada uno de los
ciudadanos de este continente. Como lo había enseñado Bolívar y lo olvidaron
sus sucesores, ya estamos en igualdad de condiciones con todos los
ciudadanos del mundo, pasó la edad de las diademas, una banda presidencial y
una corona son el mismo símbolo, salvo por la diferencia metafísica de que la
corona representa el poder de la tradición y la banda el poder del presente: a la
corona la sostienen millones de fantasmas y a la banda la tejen millones de
voluntades vivientes.
Pero qué gran país es Venezuela; qué alto sentido de respeto por los
conciudadanos el de un país que aun en medio de las más borrascosas
diferencias de opinión no se hunde en la violencia sectaria y en el baño de
sangre que ha caracterizado cíclicamente a algunos de sus vecinos. Venezuela
vive hace quince años, no en la polarización, como afirman algunos, sino en la
apasionada politización que caracteriza los momentos de grandes
transformaciones históricas. Chávez y sus hombres aceptaron llamar
revolución al proceso emprendido, pero hay que conceder que el siglo XX
dejó la palabra revolución, por generosa, legítima o inevitable que fuera,
cargada de bombas y de sangre, de horrores civiles y tragedias imborrables, y
en cambio la revolución de Chávez ha consistido en unas decisiones
económicas y en unas movilizaciones políticas: no en fusilamientos, ni
proscripciones, ni censuras.
Es esto tal vez lo que le da al proceso liderado por Hugo Chávez su magnitud
histórica: nadie puede ignorar la importancia de lo que ocurre, nadie puede
ignorar la enormidad de los problemas urgentes que ha enfrentado, la
enormidad de las soluciones que ha intentado, y sin embargo se ha cumplido
en un clima de paz, de respeto por la vida, en el marco de unas instituciones, y
atendiendo a altos principios de humanidad y de dignidad.
Los opositores, que son muchos, lo negarán, como es su derecho, y la prensa
de oposición en Venezuela, que es casi toda, afirmará que estos tres lustros
han sido de persecución y de censura, como lo han dicho a los siete vientos
con todos los recursos de la comunicación moderna en estos trece años. Pero
los opositores no pueden negar la generosidad de propósitos de este proceso,
así como el chavismo no puede negar la civilidad de sus adversarios, en un
continente donde ha habido contrarrevoluciones más feroces y sanguinarias
que las revoluciones a las que combatían.
Los millones de personas que lloran con el corazón afligido la muerte de su
líder, la dimensión planetaria de esta muerte y la enormidad popular de este
funeral confirman que estamos ante un hecho histórico de grandes
dimensiones. La verdad se conoce: Venezuela es uno de los pocos países del
mundo que se han permitido el lujo inesperado de emprender una
transformación histórica con el menor costo posible de confrontación y de
arbitrariedad.
Finalmente, Chávez bien podría haberle hecho un favor inmenso a la
democracia, Chávez podría ser, en América Latina y a comienzos del siglo
XXI, el hombre que refutó la teoría de que la violencia es el motor de la
historia. Muchos habrán querido forzarlo a la violencia, muchos soñarán aún
con intentarlo, pero cuando ya creíamos que era verdad que el Estado existe
sólo para garantizar privilegios y para mantener lo establecido, alguien ha
venido a demostrarnos que la democracia puede ser un instrumento de
transformaciones reales, que abran horizontes de justicia para las sociedades.
Hugo Chávez, con su mirada sonriente de llanero y su sonrisa profunda de
hombre del pueblo, bien podría haber hecho algo mucho más profundo y
perdurable que inventar el socialismo del siglo XXI: es posible que haya
inventado la democracia del siglo XXI.


* Texto de William Ospina tomado de la página 

http://unionlibre.rakumin.org

de Enrique Hernández D'Jesús

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