jueves, 19 de febrero de 2015

Cuentos de Carnaval. Pequeña selección



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Cuentos de Carnaval



El Carnaval como fiesta pagana invita al desorden, al atrevimiento, al cumplimiento de los sueños y deseos más oscuros.  En la antigüedad esta fiesta era preludio a la cuaresma y temporada para satisfacer los deseos mas cuestionados por la moral religiosa signados por el placer, el gozo, la lujuria, la promiscuidad. Las fiestas carnestolendas, fiestas de la carne, eran época de lo permisible, del riesgo, de quitarse la máscara, colocándose una máscara, para con ello ocultar el verdadero rostro, revelado después de desvestir la verdadera esencia, tras un antifaz . 

Comparto estas historias cuyo eje temático, escenario y espíritu se circunscribe con esta fiesta pagana. Con el deseo de celebrar la literatura que se permite registrar en su ejercicio la fiesta de carnaval, como crónica,  excusa o universo  temático y espero que tú como lector puedas comentarlas, difundirlas, pero sobre todo disfrutarlas


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El murciélago rubio 


Spencer Holst


Hubo una vez un gran murciélago rubio que se sentó junto a un barman.
El murciélago tenía los ojos azules más lindos que el barman hubiera visto.
Mientras volaban a cuarenta millas por hora en el Subterráneo Independiente, el barman se preguntó si esos cándidos ojos azules arderían en la penumbra como tranquilas llamas purpúreas, como las lamparitas azules en los extremos de las plataformas del subte.
El vestido de ella estaba hecho de terciopelo negro con alas de seda negra y guantes de raso; llevaba una curiosa máscara que revelaba más de su rostro de lo que ocultaba; sus zapatos eran de tacón alto y afelpados, y él advirtió que sus pies eran delicados, y se preguntó si ella estaría descalza debajo de esos zapatos, o si llevaría medias, y apostó a que tenía lindos dedos de los pies.
Este barman se estaba enamorando.
Era realmente algo raro: un barman enamorándose de una extraña chica rubia que llevaba un traje de murciélago, en un subterráneo.
La mayoría de los idilios en subterráneo se bajan en la calle 34 para ir a una estación de ferrocarril de ahí a Saskatchewan: pero no tiene por qué ser de esa manera.
Por ejemplo, en esta historia el barman no sólo tendrá el valor de hablarle a esta chica: hasta se enamorarán los dos.
¡Cómo!, dicen ustedes. Están un poco indignados.
Me acusan de sadismo. Permitir que mi personaje, el barman gordo, de cara colorada, se enamore de esta muchachita. Ella se cansará pronto de él, dicen ustedes, lo dejará por un hombre más joven, más adecuado, pues a través de la riqueza y el buen gusto de su traje, y la dignidad y la gracia de sus rasgos, es obvio que proviene de una buena familia. ¡Cuán infeliz harás al barman!, me dicen ustedes.
¡Tonterías! Yo no voy a hacer infeliz al barman.
Con seguridad, sin embargo, el barman tendrá muchos meses horribles después de esta noche de amor, y muchos años de tristeza después, pero esto no es la infelicidad, porque él hará muchas buenas acciones en agradecimiento al mundo por permitirle esta noche mágica.
No, la infelicidad es otra cosa; la infelicidad es no tener el valor.
Pero volvamos a la historia: el tren entró rugiendo en la estación de Delancey Street y los ojos del barman se le salieron de las órbitas porque montones de gente disfrazada estaban bailando y cantando y soplando cornetas y corriendo y gritando y exaltándose en la plataforma del subte.
La chica se levantó.
El barman se levantó también, y con ojos ausentes y distraídos la siguió hasta el andén y fue allí donde habló con ella.
Ella lo miró, asombrada; lo miró de arriba a abajo; después se rió, pero no estaba riéndose de él, de eso él estaba seguro: era una risa de alegría que él iba a recordar.
Ella corrió.
¡Él la persiguió!
Ella corrió a través de la muchedumbre, era escurridiza, parecía deslizarse entre estos locos parranderos gesticulantes, mientras él tenía que luchar por cada pulgada y en su apasionada persecución le pisó un dedo a Napoleón, derribó a una bruja gorda y chillona, golpeó a un payaso en el estómago, sentó en el suelo a un sorprendido gorila, tropezó con la reina de Inglaterra, y ella corría y corría, fuera del subte, por Delancey Street hacia el río, hasta que él la atrapó y ella se quedó quieta en sus brazos mientras tomaba aliento, lanzando ocasionales risitas de alegría.
Era tan suave que él la besó, y después caminaron juntos, del brazo, mirando los fuegos artificiales y las multitudes, deteniéndose aquí y allá para tomar una cerveza.
¡Toda la ciudad estaba de fiesta!
Todo el mundo estaba disfrazado, todo el mundo tenía careta, y había reflectores, papel picado y fuegos artificiales por todas partes, como si fuera un maravilloso Carnaval o algo así, y el barman se sintió un poco fuera de lugar con sus apagadas ropas de calle, sin una careta tan siquiera.
Pero la chica le dijo que estaba muy bien vestido.
Y él le preguntó qué era toda esta celebración, no había oído hablar de ninguna, pero ella simplemente se rió y lo besó, y eso fue todo.
Y así bregaron felizmente a través de las multitudes y de la noche, deteniéndose de vez en cuando para bailar, con una extraña música lenta en las tabernas, o con el jazz salvaje que se tocaba en casi todos los rincones.
Ella señaló un gran reloj en un edificio. Eran las once en punto.
Ella lo hizo apurar hasta una larga fila que caminaba lentamente ante la plataforma de un jurado, y cuando les llegó el turno los jurados hicieron un gran alboroto sobre ellos, y un jurado insistía en señalar con admiración la corbata brillante del barman, de modo que ganaron el concurso y ambos obtuvieron grandes copas de amor.
Los jurados los condujeron hasta un gigantesco trono de amor, alzado muy por encima de la multitud que aclamaba, un tremendo almohadón, más grande que un colchón.
¡Era el trono para ellos! ¡Eran el rey y la reina de la noche! Habían ganado el concurso de disfraces.
Entonces el barman escuchó un tremendo tañido. La muchedumbre empezó a gritar y a aullar.
Él escuchó una sirena, baja, mucho tiempo.
La calle Delancey había enloquecido.
Su chica se sacó la máscara y él contuvo el aliento, tan hermosa era mientras señalaba el gran reloj en el edificio; ella lo dijo en susurros, tierna de pasión, amorosamente; le dijo: “¡Es medianoche! ¡Quítate la careta!”.





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Restos del Carnaval




Clarice Lispector




No, no del último carnaval. Pero éste, no sé por qué, me transportó a mi infancia y a los miércoles de ceniza en las calles muertas donde revoloteaban despojos de serpentinas y confeti. Una que otra beata, con la cabeza cubierta por un velo, iba a la iglesia, atravesando la calle tan extremadamente vacía que sigue al carnaval. Hasta que llegase el próximo año. Y cuando se acercaba la fiesta, ¿cómo explicar la agitación íntima que me invadía? Como si al fin el mundo, de retoño que era, se abriese en gran rosa escarlata. Como si las calles y las plazas de Recife explicasen al fin para qué las habían construido. Como si voces humanas cantasen finalmente la capacidad de placer que se mantenía secreta en mí. El carnaval era mío, mío.

En la realidad, sin embargo, yo poco participaba. Nunca había ido a un baile infantil, nunca me habían disfrazado. En compensación me dejaban quedar hasta las once de la noche en la puerta, al pie de la escalera del departamento de dos pisos, donde vivíamos, mirando ávidamente cómo se divertían los demás.  Dos cosas preciosas conseguía yo entonces, y las economizaba con avaricia para que me durasen los tres días: un atomizador de perfume, y una bolsa de confeti. Ah, se está poniendo difícil escribir.  Porque siento cómo se me va a ensombrecer el corazón al constatar que, aun incorporándome tan poco a la alegría, tan sedienta estaba yo que en un abrir y cerrar de ojos me transformaba en una niña feliz.

¿Y las máscaras? Tenía miedo, pero era un miedo vital y necesario porque coincidía con la sospecha más profunda de que también el rostro humano era una especie de máscara. Si un enmascarado hablaba conmigo en la puerta al pie de la escalera, de pronto yo entraba en contacto indispensable con mi mundo interior, que no estaba hecho sólo de duendes y príncipes encantados, sino de personas con su propio misterio. Hasta el susto que me daban los enmascarados era, pues, esencial para mí.

No me disfrazaban: en medio de las preocupaciones por la enfermedad de mi madre, a nadie en la casa se le pasaba por la cabeza el carnaval de la pequeña. Pero yo le pedía a una de mis hermanas que me rizara esos cabellos lacios que tanto disgusto me causaban, y al menos durante tres días al año podía jactarme de tener cabellos rizados. En esos tres días, además, mi hermana complacía mi intenso sueño de ser muchacha -yo apenas podía con las ganas de salir de una infancia vulnerable- y me pintaba la boca con pintalabios muy fuerte pasándome el colorete también por las mejillas. Entonces me sentía bonita y femenina, escapaba de la niñez.

Pero hubo un carnaval diferente a los otros. Tan milagroso que yo no lograba creer que me fuese dado tanto; yo, que ya había aprendido a pedir poco. Ocurrió que la madre de una amiga mía había resuelto disfrazar a la hija, y en el figurín el nombre del disfraz era Rosa. Por lo tanto, había comprado hojas y hojas de papel crepé de color rosa, con las cuales, supongo, pretendía imitar los pétalos de una flor. Boquiabierta, yo veía cómo el disfraz iba cobrando forma y creándose poco a poco. Aunque el papel crepé no se pareciese ni de lejos a los pétalos, yo pensaba seriamente que era uno de los disfraces más bonitos que había visto jamás.
Fue entonces cuando, por simple casualidad, sucedió lo inesperado: sobró papel crepé, y mucho. Y la mamá de mi amiga -respondiendo tal vez a mi muda llamada, a mi muda envidia desesperada, o por pura bondad, ya que sobraba papel- decidió hacer para mí también un disfraz de rosa con el material sobrante. Aquel carnaval, pues, yo iba a conseguir por primera vez en la vida lo que siempre había querido: iba a ser otra aunque no yo misma.
Ya los preparativos me atontaban de felicidad. Nunca me había sentido tan ocupada: minuciosamente calculábamos todo con mi amiga, debajo del disfraz nos pondríamos un fondo de manera que, si llovía y el disfraz llegaba a derretirse, por lo menos quedaríamos vestidas hasta cierto punto. (Ante la sola idea de que una lluvia repentina nos dejase, con nuestros pudores femeninos de ocho años, con el fondo en plena calle, nos moríamos de vergüenza; pero no: ¡Dios iba a ayudarnos! ¡No llovería!) En cuanto a que mi disfraz sólo existiera gracias a las sobras de otro, tragué con algún dolor mi orgullo, que siempre había sido feroz, y acepté humildemente lo que el destino me daba de limosna.
¿Pero por qué justamente aquel carnaval, el único de disfraz, tuvo que ser melancólico? El domingo me pusieron los tubos en el pelo por la mañana temprano para que en la tarde los rizos estuvieran firmes. Pero tal era la ansiedad que los minutos no pasaban. ¡Al fin, al fin! Dieron las tres de la tarde: con cuidado, para no rasgar el papel, me vestí de rosa.
Muchas cosas peores que me pasaron ya las he perdonado. Ésta, sin embargo, no puedo entenderla ni siquiera hoy: ¿es irracional el juego de dados de un destino? Es despiadado. Cuando ya estaba vestida de papel crepé todo armado, todavía con los tubos puestos y sin pintalabios ni colorete, de pronto la salud de mi madre empeoró mucho, en casa se produjo un alboroto repentino y me mandaron en seguida a comprar una medicina a la farmacia. Yo fui corriendo vestida de rosa -pero el rostro no llevaba aún la máscara de muchacha que debía cubrir la expuesta vida infantil-, fui corriendo, corriendo, perpleja, atónita, ente serpentinas, confeti y gritos de carnaval. La alegría de los otros me sorprendía.
Cuando horas después en casa se calmó la atmósfera, mi hermana me pintó y me peinó. Pero algo había muerto en mí. Y, como en las historias que había leído, donde las hadas encantaban y desencantaban a las personas, a mí me habían desencantado: ya no era una rosa, había vuelto a ser una simple niña. Bajé la calle; de pie allí no era ya una flor sino un pensativo payaso de labios encarnados. A veces, en mi hambre de sentir el éxtasis, empezaba a ponerme alegre, pero con remordimiento me acordaba del grave estado de mi madre y volvía a morirme.
Sólo horas después llegó la salvación. Y si me apresuré a aferrarme a ella fue por lo mucho que necesitaba salvarme. Un chico de doce años, que para mí ya era un muchacho, ese chico muy guapo se paró frente a mí y con una mezcla de cariño, grosería, broma y sensualidad me cubrió el pelo, ya lacio, de confeti: por un instante permanecimos enfrentados, sonriendo, sin hablar. Y entonces yo, mujercita de ocho años, consideré durante el resto de la noche que al fin alguien me había reconocido; era, sí, una rosa.







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Avenida Washington, El Paraiso

Disfrazadas de negritas


de: La Comedia Urbana (2005)




Armando José Sequera



En ese carnaval, yo y otro amigo nos disfrazamos, él de cura y yo de Satanás, y nos fuimos a una fiesta en el Carcas Hilton. Allí estuvimos bailando con un par de mujeres disfrazadas de negritas que, pensamos nosotros, se les habían escapado a sus maridos. Durante el baile, nos estuvimos sobando y restregando, hasta que nos preguntaron si las podíamos llevar a su casa. Nosotros le dijimos que, cómo no,  que las llevábamos pero que, antes, nos gustaría ver cómo eran sin máscaras y sin disfraces. Claro, se lo dijimos con su segunda intención y entonces la que estaba con mi amigo dijo okey, que estaba bien, pero que primero tendrían que arreglarse. Eso sí, nos pidieron que las esperáramos un momento y se metieron en un baño. Cuando salieron, resulto que eran un par de hembras de lo mejor, unas tipas de esas que uno cree que jamás se van a fijar en uno. En ese momento, nos dijeron que eran divorciadas y que si las llevábamos a su casa, podíamos quedarnos con ellas hasta el día siguiente. el pent house a,l que fuimos era de un lujo que uno sabe que existe porque lo ve en las películas. Había de todo, lo que se dice "de todo": buenos licores, buena comida, buenas camas, un televisor en cada cuarto, todo el piso alfombrado. Esa noche fue sensacional: yo y mi amigo lo hicimos con las dos, en todas las posiciones que se nos ocurrieron  Pero al otro día, cuando yo y el nos despertamos, descubrimos que las mujeres se habían llevado no solo nuestra ropa y las tarjetas de crédito, sino también el carro y hasta los lentes oscuros de mi amigo.  Después nos enteramos que el apartamento no era de ellas, sino que por la tarde, antes de irse a la fiesta del Hilton, habían forzado la cerradura y se habían metido en él, aprovechando que los dueños estaban fuera del país. Lo peor es que las fuimos a denunciar a la policía y nos dijeron que lo mismo que nos hicieron a nosotros se lo habían hecho a más de veinte tipos, entre ellos,  un inspector y dos comisarios de la misma policía.






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Campeones

(Fragmento)

Guillermo Meneses

Noche dominguera de Carnaval encendió focos de colores y brillo de lentejuelas por las calles caraqueñas. Jadeo, carcajadas, nervio oscuro, zumban y rezongan sobre la ciudad con aroma de aguardiente y perfume barato de polvos de arroz. Los papelillos multicolores, las delgadas serpentinas que, esta tarde, vivieron en la última roja luz del sol, forman ahora sucios montones de basura que encienden los chiquillos con las colillas de los cigarros. Ya se calentó en el alcohol la caldera humana; ya esta listo el deseo para el viaje a su propia hondura. Hay baile y música; risa y aguardiente; ímpetu y locura; odio y sexo. Y antifaz sobre todas las hambres


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Pura Y Luciano Bailarán esta noche. El pintará nuevamente sobre sus anchos labios mulatos el bigotillo puntiagudo, vestirá sus anchos pantalones de raso, pondrá sobre la pelambre el gorrito de fieltro; ella, que ha compuesto el dominó del barbero Madriz, ocultará, bajo el brillo de la seda barata su morenez y su ternura y su alegría por estar arropada en el amor.
Y, como cerca de la esquina de Marcos Parra hay un baile popular a locha la pieza, para allá van.

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